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29 ene 2013

« LA ALMONEDA »


La alarma que señalaba el final de la clase lo trajo de nuevo a la realidad. Por fin había terminado la jornada en la academia y ahora podría salir a despejarse, a tomarse unas cervezas y a reírse un rato con los amigos. Tan metido en sus ensoñaciones estaba que no había percibido al inspector Fuentes quien le esperaba junto a la puerta de salida de la escuela. Pero él ya lo tenía en su mira. Tiró la exigua colilla al suelo y se le puso delante con dos zancadas sorprendentemente rápidas para alguien de su talla. Al sobrecogimiento del joven cuando lo vio aparecer de sopetón, el inspector respondió con su sonrisa más honorable y con una palmeteada en la espalda y un afectado gesto paternalista. « Adiós a las cervezas », no pudo impedir pensar el joven cadete.

– « Vamos chico que hoy te estrenas… Nos han llamado los primeros. Se trata de algo sencillito : un viejito encontrado en su casa por la vecina »

Sin más argumentos, el inspector Fuentes le abrió la puerta de su mal camuflado “coche patrulla de incógnito” y le llevó hasta la dirección indicada en la manoseada agenda del que había sido su tutor directo durante sus primeras prácticas en el cuerpo.

La casa parecía estar desierta, sin rastro de vida dentro. En los alrededores ni un alma… no, espera: veía alguien moverse tras los visillos de la casa de la esquina. La vecina, aún con el susto metido en el cuerpo, vaciló al abrir la ventana y se limitó a señalar hacia la puerta de la casa del fallecido. « Prefiero no verlo, si no les molesta…», balbuceó un poco avergonzada desde el alféizar.  « No se preocupe señora que nosotros nos ocupamos de todo. Usted quédese tranquila en casa que nadie va a ir a importunarla », contestó el agente Fuentes con la misma sonrisa empalagosa de antes. No recordaba haber visto nunca tan contento al inspector Fuentes, ni tan meloso … « Se debe estar haciendo mayor », pensó el joven.

Con paso animoso se acercó el veterano agente hasta la entrada y, sin ningún esfuerzo, giró el pomo de la puerta que resultó estar abierta y sin signos de haber sido forzada. Una vez dentro, el inspector buscó con mirada experta el lugar donde el inquilino (un hombre mayor solo por el aspecto del lugar) solía dejar las llaves cuando estaba en casa. Junto al dintel, un clavito resplandeciente le dio la respuesta. Con gesto seguro, el agente Fuentes agarró el manojo y sin titubear tomó la llave correspondiente y cerró cuidadosamente todos los cerrojos tras de sí.

– « Bueno chico, no tenemos mucho tiempo así que…»

El chaval se puso en movimiento como un resorte. « El cuerpo debe estar arriba » se dijo y se aprestó a subir las escaleras. Sin embargo, el rollizo brazo de su compañero se interpuso en su camino.

– « No chico, primero lo primero. Ahora vas a conocer lo bueno de este jodido trabajo…»
Y acto seguido el veterano agente, tutor de cadetes, formador de futuros investigadores del país, comenzó a abrir los cajones de todos los muebles de la habitación y a hurgar en todos los rincones de la casa.
El joven lo observaba en silencio, aún sin comprender. Ese no es el procedimiento que le enseñaban en la academia : primero el cuerpo, después el análisis de la escena y la búsqueda de pruebas…
– « Acá está, ¡yo sabía que este viejo iba a alegrarnos el día chaval ! »
El joven se acercó hasta la cómoda donde se agitaba su compañero y lo encontró radiante admirando un broche de oro y alguna piedra preciosa que el cadete desconocía.

– « Eso descarta el robo… » respondió aleccionado.
– « En absoluto joven, esto más bien lo confirma »
– « Pero no parece que nadie se haya llevado nada. No hay nada revuelto…»
– « Mira niñato, a ver si espabilas rápido que no tenemos todo el día. Esto que ves aquí y todo lo demás que encontremos y me interese va a acabar acá – mientras le muestra una bolsa de deporte con las siglas de la institución– y en el informe diremos que nunca vimos estos objetos ¿Comprendes ahora ? »

El joven miraba aún el broche con la boca abierta y con una media sonrisa congelada en el gesto.

–« Comprendo… pero, ¿y los de investigaciones ? Si es un robo tenemos que avisarles y yo no quiero líos. Todavía me queda un semestre en la academia y…»

Una sonora carcajada interrumpió su torrente piadoso.
– « Tranquilo muchacho, cuando ellos lleguen se llevarán el resto de cosas y aquí nadie ha visto nada. Hazme caso… o ¿cómo crees que nos hacemos el plan de pensiones los policías ? ¿Velando por la ley y el orden ? No hijo no »
– « ¿Pero qué va a decir la familia cuando vea que no están sus objetos de valor ? »
– « Se lo achacarán a la delincuencia descontrolada que sufre este país y además reforzarán sus creencias en la necesaria labor de nuestra institución ¡todos ganan !
Pero basta ya de cháchara. Esto va a pasar te guste o no y además... que el baile no ha hecho más que comenzar »

Las expertas manos del inspector Fuentes recorrieron todos los rincones y posibles escondites del salón y la entrada. Ultrajando cada gaveta, armario y vitrina; fisgando entre los libros de las estanterías; profanando y arrebatando a pedazos la pureza de aquella casa inerte; su pulcritud y orden inmaculados, su reposo de carcasa vacía donde ya no vive nadie.
El cadete seguía con la vista el gesto experto y los nervios a prueba de escrúpulos judeocristianos de su “mentor”, pero no se atrevió a emitir ninguna queja. Sólo fue capaz de esconderse tras un : « Yo me quedo cerca de la ventana para vigilar que no llegue nadie ».

– « Como prefieras, pero la regla es que cada uno se queda con lo que encuentra... Así que si quieres peces, tendrás que mojarte el culo »
– « No gracias, de verdad que no quiero nada »
– « Está bien, no insistiré... aunque imagino que no tengo que recordarte como tratamos a los chivatos en el cuerpo »
– « No »
– « No, ¿qué? »
– « Que no tiene que recordármelo »
– « No tiene que recordármelo, ¿qué? »
– « No tiene que recordármelo... señor »
– « Mucho mejor. Hoy en día se está perdiendo el respeto a la jerarquía dentro de la academia y eso no es bueno. Cada cual en su sitio, ¿no es cierto? »
– « Si, señor »
– « Pues eso. Tú a tu ventana y yo a mis labores... »

El inspector, seguido por la mirada del cadete visiblemente incómodo, procedió a desvalijar el despacho del finado con fruición y pericia. Una vez terminado de reconocer todo el piso bajo, cocina incluida, el veterano agente de la ley se detuvo junto a la escalera, miró al joven y con una sonrisa ladina le escupió: “Cadete, ahora te toca trabajar un poco a ti. Sube a la habitación y toma acta del cuerpo. Yo mientras prepararé la escena para los siguientes ».
El joven subió muy despacio cada escalón, no por miedo a lo que pudiera encontrar arriba sino impedido por la nausea y el asco de ver a su “compañero” desordenando cojines, abriendo cajones y esparciendo su contenido por el suelo. Con los años, el cadete pudo comprobar que la memoria es traicioneramente selectiva: aquella imagen del inspector Fuentes se quedó para siempre grabada en su memoria; en cambio, nunca consiguió recordar las facciones de aquel viejecito encontrado muerto en su cama.

La habitación del finado, con las persianas aún entreabiertas, se encontraba a media luz. El olor de las sábanas sin estirar impregnaba una estancia por lo demás, muy poco habituada a encontrarse de esa guisa a esta hora de la mañana. El cuerpo yacía decúbito prono entre las almohadas, rígido, con los dedos de los pies extendidos y separados. Una sola prenda cubría su blanca desnudez: unos calzoncillos estilo boxeador, de rayas rojas y azules que se dirían recién estrenados. Éstos, a primeras luces, no encajaban con el perfil de la víctima: un viudo jubilado de 73 años sin más compañía que sus plantas y sus libros.

El joven cadete se percató en un parpadeo de que se había dejado llevar demasiado por los estereotipos que le susurraba su sentido común y que había obviado lo más importante de toda investigación: las pruebas. Y en aquella habitación se encontraban bastantes indicios como para desmantelar de un plumazo la tesis de que aquel hombre “murió de viejo”.

– « Señor, venga a ver esto... parece que el viejito no estaba solo », gritó el diligente muchacho desde lo alto de la escalera.
– « ¡¿Qué dices?! No inventes historias que no estamos para meternos en posibles homicidios ahora...» contestó el inspector desde la planta baja.
– « Bueno, yo no digo que lo hayan asesinado... pero que ese hombre ha pasado la noche acompañado es una evidencia »
– « Mejor déjame a mí que vosotros los aprendices veis siempre culpables por todas partes... ¡qué manía oye! Se creen Colombo, to’s los güeones.” – respondió Fuentes mientras cargaba pesadamente con su barriga en su ascenso al segundo piso.

Al entrar, el veterano paseó minuciosamente la mirada por la estancia en penumbra. Se detuvo en el cabecero del fallecido primero, y en el de su difunta esposa después. Una sonrisa lasciva se asomó de su boca grande y siempre dispuesta a la mofa.
– « Vaya vaya con el abuelito... – comentó de buen grado en voz alta pero como para sí– así que murió matando el caballero »
– « ¿Qué quiere decir con eso? ¿Cree que haya otro cadáver en la casa? Claro, ¡el de la amante! »
– « ¿Ves? Si es que no os enseñan nada más que porquerías en esa maldita academia... Mira a tu alrededor alma de cántaro. ¿Qué te cuenta la escena? »
– « Pues que este hombre pasó la noche con una mujer... »
– « Bueno, bueno... eso es mucho decir. Por las sábanas revueltas, la posición del cadáver y su atuendo, la ropa tirada en el suelo y el olor de la pieza, sospechamos que aquí hubo sexo. Si fue entre un hombre y una mujer... eso ya es harina de otro costal. »
– « ¿Habla usted en serio? Como... no, lo siento pero no puedo imaginarmelo».
– « Pues no lo hagas. Mejor atente a las pruebas » – reprendió el inspector, tan pronto en el rol de “maestro” como en el de voyeur sin miramientos, mientras avanzaba hasta la cabecera de la cama y recogía restos de cabellos « de un hombre o una mujer de pelo largo ligeramente ondulado ».
– « Mire, parece que el vaso de la mesita de noche está usado...– el joven aspiró ávidamente el contenido – y no precisamente con agua. Esto es whisky, creo »
–« Y quién lo iba a decir cuando llegamos, si ahora resulta que el viejito era un crápula... ¿y solo hay un vaso? », preguntó mientras penetraba en el baño contigo.
– « Sí, uno solo... aunque ahora que lo dice, hay dos marcas en la mesa. ¡Había dos vasos pero uno ha desaparecido! – dictaminó el joven cadete– Ahora empezará a creerme cuando le digo que este hombre no murió de muerte natural...», gritó excitado con su descubrimiento.

El inspector Fuentes entró como impulsado por un cohete en la habitación y con el semblante agrio respondió muy despacio a su subordinado: « Quédate calladito mejor, que estás más guapo Sherlock Holmes. Y ahora escucha un poco lo que te enseña la calle: Este hombre es viudo desde hace bastantes años y por el estilo de vida que llevaba, no se trata de ningún Don Juan. Seguramente el desgraciado hacía mucho que no la metía en caliente ¿No sé si me entiendes? »
El joven asintió con la cabeza humillado, a la vez por el vulgar comentario y por la pregunta.
« Lo sé porque el retrato de su esposa está guardado, pero todavía se puede ver la marca en el polvo del cristal; y por las dos pastillas de Viagra que faltan en el botecito del botiquín del baño; y por el vaso de whisky... Ese hombre se había preparando para el ring de las cuatro perillas, aunque no lo suficiente.»
– « ¿Qué quiere decir con eso? »
– « Que su corazón no aguantó el meneo y se fue corta’o »
– «¿Pero y su acompañante? ¿qué fue de ella... o de él? »
– « Bien muchacho, vas aprendiendo. Pues no estoy seguro... pero me da la impresión de que la persona hizo lo que cualquiera hubiera hecho en su situación: ¡quitarse el muerto de encima! »
El inspector soltó esta última perla acompañada de una sonora carcajada que tardó un rato en apagarse estando el veterano Fuentes tan divertido con su propia ocurrencia.

– « Así es que, según usted, señor – añadió aposta el cadete para cortar la hilaridad de su interlocutor– La persona que le acompañaba, al ver como su amante caía fulminado, salió huyendo... y lo dejó ahí tieso »
– « Exacto, ¡tieso! Jajajajajajajajajaja... ¿ves muchacho como ya te vas soltando? »
Una mueca de disgusto sirvió de respuesta a la pregunta retórica del inspector.
– « ¿Y qué pasa con el otro vaso? Si lo hizo desaparecer es porque esa persona tenía miedo a ser descubierta... ¿no le parece un comportamiento sospechoso? »
–« Y dale la cabra al monte... ¡pues claro que la persona no quería ser descubierta! Imagínatela contando la escenita a dos policías como nosotros: Pues verá, señor inspector, estábamos en pleno asunto cuando, de repente, el hombre se puso rígido y exhaló el que sería su último suspiro. Yo creía que acababa de irse...vamos, de correrse quiero decir y ¡resulta que se había ido para siempre! »
El inspector interrumpió su burda imitación porque no podía contener la risa.
– « Deje de mofarse, se lo ruego. El hombre está de cuerpo presente »
– « Bueno no te pongas tan grave muchacho, aunque no te falta razón: las bromas pueden esperar. Ahora vamos a lo nuestro que se nos hace tarde... Esto es lo que pasó y esto es lo que pondremos en el informe: El abuelo estaba cumpliendo uno de sus últimos deseos y había preparado la ocasión. Seguramente llamó a una profesional que se dejó hacer hasta que el cliente sufrió un infarto y se quedó tal cual. Su partenaire debió asustarse y partir tratando de no dejar “huellas”. De ahí el vaso que falta... »
– « Es factible »
– « Exacto... y es de sentido común también. Además, dile a tu conciencia que puede quedarse tranquila pues pediremos que el forense haga una autopsia del cuerpo para confirmar que el viejo falleció de un ataque al corazón. ¿De acuerdo? »
– « Sí, señor »
– « Yo sabía que tenías alma de sabueso.Voy a avisar a la comisaría. Nosotros ya hemos terminado aquí ».

El inspector salió de la estancia mientras pronunciaba esta última frase. Una vez en el salón, descuelga el teléfono fijo y marca.– « Buenos días. Le habla el inspector Fuentes. Estamos en el aviso de la esquina Almirantes con Buensuceso. Se trata de un hombre mayor... estaba en la cama. No hay signos de violencia. Parece un infarto aunque la casa está un poco revuelta. Se diría que han robado. Ajá, exacto... avisa al teniente Contreras de investigaciones. Gracias »

– « Listo chaval, ahora llegan los refuerzos »
– « Entonces, ¿podemos irnos? »
– «¿Pero adonde quieres ir alma cándida? ¡Si todavía falta lo mejor! »
– «¡Lo mejor dice! No entiendo... »
– « Ahora verás... Tú relájate cadete que estás muy verde »

Unos veinte minutos más tarde llegó la policía de investigaciones, con el teniente Contreras a la cabeza de dos hombres. El inspector saludó afectuosamente al nuevo orden al mando y se apartaron unos metros del resto. El cadete no pudo escuchar lo que decían pero sí ver cómo su mentor indicaba varios lugares a su interlocutor que le escuchaba con un brillo especial en los ojos. El teniente agradeció la atención con una palmada en la espalda del grasiento veterano y envió a sus hombres a “inspeccionar” la casa.

Tras el segundo expolio – esta vez desaparecieron varios cuadros y pequeños electrodomésticos que los solícitos agentes guardaban en maletines y cajas plásticas con las siglas de la institución– los seis hombres se reunieron en la habitación del muerto donde el inspector Fuentes tuvo el gran placer de explicarles su hipótesis. El forense llegó justo en el instante en que todos estallaban en carcajadas al imaginar la escena.
–« Bueno, parece que están risueñas hoy las niñitas... a ver si se ríen tanto cuando haya que meterlo en la caja »
–« No se enoje doctor es que la cosa tiene miga. De hecho estábamos todos esperándole para que nos diga si estamos en lo cierto... Hemos hecho apuestas, así que díganos. ¿De qué murió el abuelo, de viejo o de verde? »
El auditorio agradeció el ingenio del inspector Fuentes –cuyo humor negro todos conocían y aplaudían– al mismo tiempo que el forense se enfundaba unos guantes y procedía a examinar el cadáver. Al girar el cuerpo, la única prenda que cubría el escaso pellejo no fue suficiente para disimular el miembro rígido del finado. No cabía duda, la muerte lo sorprendió en la que sería su erección final... a los 73 años de edad.

– «Pues no sé quién será el ganador pero este hombre, a primera vista, murió de un infarto a causa del sobreesfuerzo...»
– «Del meneo y de las pastillas azulitas que se había tomado... », apuntilló Fuentes.
–« Bueno, todo eso saldrá con la autopsia... y bien, ¿quién es el que acertó? »
– «Pues todavía no nos lo ha dicho doctor. La apuesta no era sobre la causa de la muerte si no sobre el estado del caballero antes de morir... Vamos que si duerme el sueño eterno del guerrero»
El forense no parecía comprender lo que trataba de decirle Contreras.
–« Que si había logrado correrse o no antes de... ya sabe, porque a esa edad, con una erección como esa e irse corta’o pues ya es mala suerte, ¿no? ». Fuentes volvió a estremecer de risa a su público, incluso el forense se rió con todas sus ganas ante la ocurrencia de sus compañeros.

–« No importa – intervino el teniente consultando su reloj– Ya nos hemos reído bastante y eso podemos verlo más tarde. Ahora viene lo bueno... señores, ¡qué comience la subasta!”

El cadete hacía rato que no entendía lo que estaba pasando a su alrededor, hasta el punto de que las bromas ya no le afectaban. De hecho, incluso se había reído con la evidente protuberancia del anciano. Pero ahora estaba perdido. Todos sus compañeros se desplazaron hasta el salón y él los siguió expectante. En un ambiente bastante distendido el teniente descolgó el teléfono y llamó al primer número de una lista que llevaba escrita en un papel raído que había estado guardado en el bolsillo interno de su chaqueta.

–« Buenos días, aquí el teniente Contreras. Tenemos un fiambre entre Avda. Almirantes y Buensuceso... – silencio
El teniente rectificó a su interlocutor: « No, esa tarifa no está lo suficientemente ajustada... La institución tiene que velar por... »– al otro lado del aparato se afanaban por convencer al oficial.
– «Bueno, veremos... Le vuelvo a llamar »
La mano del teniente se posó sobre el botón para colgar y, acto seguido, volvió a marcar un número de su lista.

La conversación se repitió hasta cuatro veces hasta que el teniente anunció «¡Señores, ya tenemos al mejor postor ».
Mientras llegaba la funeraria, se dedicaron a los últimos saqueos –el forense aún no había elegido nada– y se consensuaron los informes que serían firmados, tratados y archivados aquel mismo día. La “versión oficial”, en boca del inspector Fuentes, quedó como tal: «El viejito estaba con una mujer –el cadete sospechaba de la vecina pero prefirió no decir nada para que no la complicaran en lo del robo y, de paso, que no se le complicara a él la conciencia– seguramente una prostituta (“¿quién querría acostarse con semejante vejestorio si no?”) que al ver que su cliente se desvanecía, le desvalijó la casa con la ayuda de su chulo y se fue zumbando ».

Al llegar “los de los muertos”, se procedió a levantar el cuerpo y se dictaminó la defunción. Acto seguido, el teniente cerró el trato con el depositario del difunto y esperó con el fajo de 500 en el bolsillo de su impecable uniforme a que salieran los operarios de la morgue. En el salón de la casa: el inspector Fuentes, el cadete, el teniente Contreras, los dos agentes de investigaciones y el forense. Seis personas y 500 billetes.
El teniente avanza un paso hasta ponerse frente a sus colegas y, uno por uno, les estrecha la mano mientras los llama por su apellido y repite satisfecho: « Buen trabajo ». El cadete, último en ser saludado, se dispone a cuadrarse y a recibir el comentario dignamente. Pero el teniente sigue de largo y se prepara para partir. La cara desencajada del cadete y su estupefacción en absoluto disimulada no pasan desapercibidas para el auditorio que, discretamente, mira para otro lado. El teniente detiene durante unos segundos la vista en el joven aspirante a policía y no reprime su mueca burlesca. « ¿Qué le pasa cadete? ¿Se siente mal? Le pica la conciencia o el bolsillo, dígame... »
El cadete, avergonzado baja la cabeza sin saber qué responder.
« Porque tengo entendido que usted ha puesto reparos a la hora de colaborar en la investigación... así que entiendo que no ha aportado lo suficiente como para ser reconocido de la misma manera que el resto. Además, de que así salían las cuentas justas... ¿Tiene algo que objetar cadete? » – el teniente puso especial énfasis en la pronunciación de esta última palabra.

El joven lanzó una mirada de odio contenido al inspector Fuentes y masticó un « Nada, señor» cargado de desprecio hacia el que le había “secuestrado” de la academia esta mañana y le había podrido la vocación de por vida.
– « Bueno Contreras, tampoco hay que ser tan duro con el chico... Es su primera vez y todavía se cree el cuento de Robocop. Mira chaval, yo te traje conmigo hoy y yo respondo por ti » –Las regordetas manos del veterano agente se disputaban con algo en el interior de su cartera–. «Toma – añadió tendiendo un billete de 50 delante del joven –  digamos que son tus dietas por la práctica de hoy. Tu primer salario como agente de policía».

El cadete, viéndose implicado de todas formas en el turbio asunto de los “objetos desaparecidos”, tiró molesto del billete y lo arrugó dentro de su mano. No quiso ni pudo mantener la mirada ante los ojos fijos del inspector.
« Mejor que mejor –intervino el teniente Contreras quien ya agarraba el pomo de la puerta de entrada dispuesto a atraversarla– así se puede decir que estamos en esto todos... por igual ». El tono se escuchó amable y amenazador al tiempo.

El salón se quedó vacío. El inspector esperaba junto a la puerta y, cuando al fin tuvo al cadete al alcance de la mano, le tomó amistosamente el brazo y le anunció relajadamente : « Se acabó la jornada por hoy. No se ha dado nada mal el día, ¿eh? Vamos a tomarnos unas cervezas para celebrarlo... desde esta mañana que sueño con una jarrita fresquita. ¿Qué? No te vas a mariconear ahora...»
El cadete se resigna y asume que, en realidad, la jornada no ha acabado para él... no hasta que el inspector Fuentes lo decida.
– « ¡Venga que invito yo!... o mejor, invitas tú que acabas de cobrar. Jajajajajaja ».

Ya habían salido de la casa y se encaminaban, como si de dos camaradas se tratara, al bar más cercano, justo del otro lado de la calle. Al atravesar y pasar por delante de la casa de la vecina, el joven no pudo reprimir el instinto y se detuvo delante del contenedor de basura. Sin pensarlo dos veces, lo abrió y rápidamente identifico una bolsa de basura de 50 litros casi vacía... Dentro, unas medias negras, una falda, unas bragas, un sujetador, una camisa roja, un vaso y un papel arrugado. Agarró la nota, cerró de nuevo la bolsa, la acomodó al fondo del cubo y dejó caer la tapa. « Buen trabajo cadete Morales» se felicitó el joven y siguió los pasos de su compañero que ya le esperaba en la taberna frente a una Pilsen helada.


20 dic 2012

El día que me convertí en estrella


Hasta aquel 5 de enero de 1985, yo había sido una niña normal, de carne menuda y hueso testarudo, pero sin nada de particular, si dejamos al margen el hecho de que hablaba correctamente desde mi primer año de vida, como le encantaba repetir a mi madre. Era la víspera de la Noche de Reyes, un momento que yo había esperado con delectación durante meses y que por fin llegaba en forma de cabalgata. A mis padres no les gustaban las aglomeraciones de personas, ni el frío, ni los empujones, pero algo en mi determinada actitud les convenció de que tenían que llevarme a ver a los Reyes Magos, en persona.
Mientras ellos se convencían mutuamente de que “por la tele se ve mucho mejor”, yo fui hasta mi habitación y ante la mirada estupefacta de mi hermano mayor, abrí el armario y me encaramé en una silla hasta alcanzar el jersey más gordo de todos, ese que picaba horrores. Me lo puse sobre la imprescindible camiseta interior blanca de rayas con una florecita bordada y me coloqué con dificultad el abrigo con capucha. Adornaban mi armadura contra las excusas paternas una bufanda blanca, manoplas y un gorro de lana con un pompón rojo. De esta guisa, me planté frente a la puerta de casa y miré a mis padres fijamente... “Vamos”, sostuve categórica.
A pesar del frío y de que mi madre me obligaba a mantener la boca cerrada para no enfriarme (lo que por otra parte era una tortura inútil para una niña verborréica como yo), la emoción que sentía me inundaba hasta desbordar mi pequeño cuerpo que no podía parar de expandirse. Me impacienté cien veces ante la vista interminable de calles, plazas, rotondas, pasos de peatones y demás obstáculos que franqueaban cada esquina. Anduvimos durante lo que me pareció una eternidad hasta llegar al centro de la ciudad. Desde mi pequeña estatura, sabía que nos acercábamos porque a mi alrededor las luces se multiplicaron, el aire helado se cargó de olores apetecibles (garrapiñadas, castañas asadas, nubes de algodón...) y la música empezó a colarse por los rincones.
El corazón se me había quedado enganchado en la bufanda y lo sentía palpitar desbocado mientras nos acercábamos al pasillo humano que se interponía entre mi personita y los ansiados reyes. De pronto, mis padres se detuvieron. Estaba totalmente rodeada de gente que se agolpaba con la mirada fija en un punto lejano e inalcanzable. Entonces la desesperación se apoderó de mí al punto que escuchaba “Ya llegan. Mira que bonito”. ¡No podía ver nada! Desee crecer tanto como la luna que esa noche me sonreía malévola desde el negro cielo... Cuando estaba a punto de hundirme en la pena más profunda por toda la ilusión malgastada, mi padre me miró desde las alturas y leyó en mis ojos húmedos. Me alzó con la fuerza de un gigante y me sentó sobre sus grandes y cómodos hombros.
Un mundo de color se desplegó ante mis ya inmensas retinas. Primero fueron las carrozas de personajes animados, seguida de bandas de música, bailarinas, pajes y más pajes. Sus majestades se hacían esperar, aunque para mí que lleva contando los días de todo un año con fruición aquellos minutos valdrían la pena con creces. Por fin aparecieron los animales, señal de que los reyes no podían tardar ya que es bien sabido por todos que las cabalgaduras reales no abandonan nunca a sus dueños, ni siquiera cuando sus altezas entran en el salón de las casas para dejar sus presentes. De ahí la importancia de dejar un balde con agua junto a las tres copitas de anís y la bandeja repleta de mantecados, turrones y demás caprichos navideños.
Los gritos se hicieron más agudos e intensos. “Mira María ahí llegan, el primero es Melchor, después Gaspar y el negro Baltasar” me anunció mi madre desde abajo ¡Podía verlos!, pero estaban tan lejos... Estiré un brazo para alcanzarlos pero, de nuevo, mi cuerpo me fallaba cuando más lo necesitaba. Quería acercarme a ellos, tocarlos, subirme a aquella carroza llena de colores... Una lluvia de caramelos me sacó de mi ensimismamiento y me hizo perder posiciones en la carrera por ver a sus majestades. A mi alrededor, todas las cabezas se habían vuelto y los cuerpos de niños y mayores se inclinaban para recoger las golosinas esparcidas por el suelo entre el confeti y el espumillón.
Era mi oportunidad, ahora que todos estaban distraídos podía aprovechar para acercarme hasta la primera línea, a la que sólo tienen acceso los “elegidos”. Desee con todas mis fuerzas ser más grande, enorme, como la estrella que colgaba entre las farolas adornadas y que marcaba el paso de la cabalgata real. Entonces empecé a moverme sin que mi cabeza se lo ordenara a mis pies, como flotando. Me deslizaba entre la gente sin saber cómo. Escuchaba sus voces intentando detenerme, enfadados, muertos de envidia. Pero no me detuve, tampoco habría sabido cómo hacerlo, sólo sabía que estaba a punto de llegar hasta la mano del mismísimo Rey Gaspar que me sonreía a lo lejos.
Una vez frente a su majestad, intenté saludarlo con todos los honores que su cargo merecen pero no pude articular ni un sólo sonido. Haciéndose cargo de la impresión que su presencia genera, mi rey mago favorito tendió los brazos y me tomó en volandas. “Así que querías venir a verme y lo has conseguido... Ahora que estás aquí, ¿qué querías decirme? Te escucho”. No podía desaprovechar la oportunidad así que fui directa al grano, de mi bolsillo derecho saqué un papel arrugado y se lo tendí temblando de nervios y emoción. Recogió el pliego sonriente y preguntó: “¿Es tu carta? Parece un papel muy pequeño...”.
    -“No es mi carta, es la dirección de mi casa...”, contesté yo con ese tono de marisabidilla que se me ponía cuando se trataba de cosas serias.
    -“Pero no me hace falta, nosotros sabemos dónde duerme cada niño esta noche...”, respondió el Rey visiblemente divertido con la idea.
    -“¿Seguro? Es que nos mudamos hace poco y tengo miedo de que os equivoquéis de casa...” confesé yo un poco avergonzada de poner en duda la sabiduría de sus majestades de Oriente.
    -“Seguro... y ¿sabes por qué sé que te encontraremos?”
    -“Porque sois magos”
    -“No, María. Hay algo que tienes que saber...”
    -“¿Cómo sabes mi nombre?”
    -“Porque soy mago”, contestó sin dejar de sonreír ... “Ahora escucha lo que tengo que decirte y no lo olvides jamás: dentro de tí hay un pedacito de la estrella más brillante del Universo, la estrella de Oriente, y su luz es la que nos ha traído hasta ti. No dejes que se apague nunca o no podremos encontrarte”.
Mi carita de estupor tuvo que reflejar el peso de una carga demasiado pesada: tenía dentro una estrella y no sabía qué hacer con ella. El rey soltó una franca carjacada y respondió a la pregunta que yo no le había hecho: “Mantén siempre esos grandes ojos bien abiertos y no dejes nunca de sonreír porque esa es la luz del cometa”.
Aún hoy, con casi 40 años y una hija a la que llevar a las cabalgatas, dudo de que aquello pasara realmente aunque, desde entonces, nunca me reservo una sonrisa por si mi luz llegara a apagarse.

29 abr 2012

Clara Matelot - Capítulo II


La alarma del horno anunció que la comida estaba lista pero en la solitaria cocina, nadie se dio por aludido. La señora Matelot se había acercado hasta la cancela para saludar a su hijo que, como cada domingo de Ramos venía a comer en familia.

En cuanto el coche pasó por delante, Clara vio que su hijo venía solo. «¿Donde se habría metido ese niño?». Había pasado varios días jugueteando con la idea de que vería a su nieto... incluso había sacado algo de dinero de su cuenta para dárselo hoy. Una mueca de disgusto se instaló en la comisura de sus ajados labios, ahora estaba verdaderamente sola... su hijo nunca entendería lo que estaba viviendo y, mucho menos, se pondría de su lado. El disgusto desembocó en un enfado sordo de los que solían provocarle migraña.

Daniel apagó el motor , salió del vehículo sin prisas y se acercó despacio a saludar a su madre. Había reconocido aquella neblina en sus ojos y sabía que el temporal se estaba gestando. Ella lo vio entrar con ese aire melancólico tan suyo y se admiró del atractivo que aun derrochaba su hijo, ya cerca de la cuarentena.

«Hola cariño», le recibió.
«Hola mamá... ¿qué tal estás? ¿dónde está papá »
«Pues ya ves, yo aquí preparándolo todo y ¿tu padre? No sé, por ahí... paseando al perro, supongo».
«Espero que no tarde mucho porque estoy hambriento... ¿qué has preparado?», pregunta mientras olisquea los humores que vienen de la cocina.
«No ha venido Javier»
«Bueno, ya sabes mamá, está en plena adolescencia...»
«¿Y eso qué? ¿Uno deja de tener abuelos cuando es joven?»
«No mamá, pero a esa edad las reuniones familiares te dan urticaria»
«Muy bonito y tú encima de guasa. Pues a mi no me hace ninguna gracia Daniel, qué ese niño anda muy suelto»
«Ese “niño”, mamá, ya tiene mucho de hombre y bastante poco de crío». Sonrió para sí recordando el reciente episodio de la “misteriosa” desaparición de la caja de preservativos que guardaba en la mesita de noche.
«Bueno, tú ríete – comprendió casi la señora Matelot – pero acuérdate siempre de que los hijos son para toda la vida, incluso cuando ya no te necesitan...»
«Ahí está papá» escuchó Daniel dirigiéndose a la parte trasera de la casa.

La señora Matelot se quedó sola en la cocina, escuchando furtiva el sonido de la cadena al posarse sobre la estaca. Los ladridos de alegría al descubrir al invitado. El ruido de sus pezuñas chocando con las losetas del patio. La voz de su marido reprendiéndole por ensuciar los bajos del pantalón de Daniel. Ya lo estaba haciendo otra vez. Le encantaba ser el centro de atención... ¡maldito perro traidor!

El dulce sopor del mediodía que se colaba por entre las yedras del jardín refrescándose mantenía a Daniel ensimismado en su tranquila alegría. Hacía un día estupendo, había comido con delectación, se sentía a gusto en aquel oasis de paz y templanza que sus padres habían domesticado tras años de ejemplar matrimonio. Estaba de buen humor, de un humor excelente en realidad... y las previsiones para el resto del día eran inmejorables: soleado y, por la noche, luna llena.

Tan enfrascado estaba imaginando su cita con Elvira que ni siquiera se percató del enorme vacío que separaba a los otros dos comensales, de los intentos de ambos por parecer naturales, de que el perro seguía atado a la estaca en la parte trasera de la casa mientras que, en la mesa, lo traían a colación una vez cada dos frases.

«¿Hasta dónde habéis llegado?», empezó ella.
«Hasta la fuente seca... no veas como tengo los huesos, ese no se da cuenta de que soy un pobre viejo y me lleva con la lengua fuera» respondió él socarrón.
«Y con la baba cayéndosete...» apuntaló ella.
«Mujer no exageres, no es más que un perro aunque tengo que reconocer que me entretiene muchísimo», atajó él.
«No, si ya me había dado cuenta, no hace falta que lo jures», gruñó ella.
«Bueno, no sé por qué te pones así... tú eras la que quería comprarlo y ahora que yo disfruto con la idea, te fastidia. De verdad que quién te entiende a ti...», se quejó él.
«Tú no, desde luego...»

Ni yo tampoco continuaba mentalmente la señora Matelot – pero es que no puedo controlarlo. Es superior a mis fuerzas. Desde que ese animal había puesto sus patas delanteras en la casa, todo iba de mal en peor. No sé si será la raza (al final ella se salió con la suya pero fue su marido el que lo eligió) o el hecho de que fuera macho pero desde que se miraron, esos dos fueron el uno para el otro. Una complicidad bilateral se instaló entre ellos quedando la señora Matelot “más sola que la una”, compuesta y sin perro.

Al principio había intentado ganárselo comprándole chucherías y llenándole de caprichitos pero pronto entendió que la batalla no se libraría en el lado “animal”. Si quería domesticarlo tenía que seducir al macho, convencer al “hombre” de que ella era su verdadera dueña y señora. Su amiga Marina se estuvo burlando de ella toda la tarde mientras le confiaba sus estratagemas para conquistar al perro al que, por cierto, ella llamaba “Arturo” y su marido “Turco”.

«Mira chica, no sé qué decirte porque vamos ni loca le dejo yo un pañuelo mío al perro...»
«Es para que relacione mi olor con su casita. Lo he leído en una revista de mascotas. Así entiende que su casa es en realidad TU casa y que tiene que obedecerte».
«Yo lo que creo es que tú y tu marido os tenéis que ir unos días por ahí, los dos solos, sin el perro».
«¡Ya! ¿Sin el perro? Pues no va a querer, si está que no vive con el chucho ese...» aunque, pensándolo bien, tendría que elegir y, si lo convencía, le habría ganado la batalla a esa bestia de lengua palpitante y ojos de cazador.
«Tienes razón», cambió de talante la señora Matelot. «Nos vamos de viaje... es una excusa perfecta», añadió mientras se dirigía a la puerta de la calle, que pasaba justo entre su casa y la de su buena amiga y mejor consejera.
«Al contrario Clara, hazme caso: nada de excusas, ni de estratagemas. Aprovecha para estar con tu marido, a solas...»
«Gracias por el té Marina. Eres un primor».

Clara Matelot cruzó de acera dando saltitos de alegría mientras su vecina la miraba desde el vano. No pudo evitar sentir un poco de lástima por ella y por el buen hombre de su marido. El amor les había sorprendido demasiado agotados, de vuelta de todo, vacíos...

15 abr 2012

ELVIRA


Durmiendo en una ciudad extraña, con un extraño, en una casa enorme cuya historia no necesitaba conocer... pero conocía. A Elvira siempre se le iban las cosas de las manos. Su psicóloga había tratado de ayudarle a superar sus problemas con una palabra que todo el mundo utiliza sin conciencia de su importancia pero que ella era incapaz de pronunciar : « NO ».

- « Evidentemente no lo logró », se lamentó la joven.

De larga y ondulada cabellera rojiza y tez clara, Elvira era considerada una mujer actractiva. Aveces, incluso más de lo que ella desearía. Cuando caminaba por la calle podía sentir cómo las miradas hambrientas se posaban en sus miembros, sobre todo en los más protuberantes. Aquellos ojos ávidos no solían alterar sus pasos pero eso sí, Elvira no consentía las faltas de respeto y, para ella, cualquier interpelación lo era. Resultaba curioso contemplar la fuerza que era capaz de canalizar para responder a los « cumplidos » de los sempiternos obreros, mientras que se comportaba como una gata acorralada cuando cualquier conocido le ponía en el trance de tener que decir : NO.

Una educación basada en la cultura y en la preocupación por el otro la habían convertido en una mujer ilustrada, pero con profundos y serios conflictos internos. Por un lado, disponía de todas las armas necesarias para salir a la lucha diaria ataviada con el disfraz de una mujer liberada, inteligente e independiente. (Nunca pensó que este « traje » pesara tanto). Sin embargo, por otro lado, se dejaba convencer constantemente incluso por encima de sus propios deseos.

Con los hombres había vivido toda clase de situaciones relacionadas con « su problema ». Noches de alcohol y soledad en la que, invitablemente, trataba de apresar la vida enroscada en el cuerpo de alguien, de cualquiera. Noches de melancolía en las que era incapaz de negarse al abrazo de ese eterno ex-marido irresponsable, inmaduro, interesado e irresistible.

- « Bueno, el caso de Martín es especial », se justificaba Evira. « Él conoce mi debilidad y es eso lo que le hace único ».

Elvira pensaba en todo esto mientras su acompañante de las tres últimas noches se afanaba en encontrar « esa maldita caja de condones que tenía (seguro) guardada en alguna parte ». Por un instante, sus grandes ojos verdes se giraron para analizar el cuerpo desnudo solo entrevisto por la tenue luz de las farolas que atravesaba la ventana aquella noche.

- « No está mal. Culo prieto, barriga plana, brazos fuertes (sin caer en la vulgaridad del gimnasio)... un siete », se pronunció tras el examen ocular.

No le preocupaba lo más mínimo si el tipo era capaz de encontrar los preservativos o no porque sabía que, de todas formas, iba a acabar accediendo a sus deseos de penetrarla « a pelo ». Pero eso él lo desconocía así que continuaba balbuceando el eterno monólogo que tantas veces Elvira había tenido que escuchar : « Estoy seguro de que tenía una caja aquí mismo... ha tenido que ser mi hijo, está en la edad y tengo que andar siempre escondiéndolos ».

Elvira quiso detener la ridícula perorata con un beso, pero aquel hombre parecía realmente turbado. No era muy común para ella y, la verdad, tampoco estaba muy segura de preferir ese posible alivio ya que ahora se veía abocada a tener que intervenir, a decidir si la noche se decantaba entre el SÍ y el NO. Viniendo de Elvira, la respuesta parecía evidente, aunque no por ello más sencilla. Ella no quería que él pensara que era « de ese tipo de mujeres » que lo hacen sin condón. La verdad es que si nos ateníamos a los hechos lo era, con matices, pero lo había sido muchas veces... demasiadas.
Él regresó a su lado y, para entonces, la líbido de Elvira ya había naufragado en los inmensos mares de su mente. Él tampoco parecía muy interesado en retomar la conquista pues se derrumbó junto a ella sin rastro de decepción en sus ojos y comenzó a acariciarla inocentemente. Ella correspondió con una sonrisa de la que colgaban una pizca de sorpresa y un manojo de curiosidad.

Después de tres días de citas superfluas que invariablemente acababan en la cama, había llegado el momento de « la conversación », de indagar al otro, de mostrar las cartas. « No tengo jugada aún » comenzó a angustiarse Elvira. « De hecho, no tengo ni un solo As en la manga ». Estaba completamente desprotegida, desnuda... y esa sensación empezó a paralizarla.

Él continuaba mirándola fijamente (Elvira odiaba cuando la gente la contemplaba de esta manera porque nunca sabía qué cara poner) y, tras un profudo suspiro, le dijo : « Eres la mujer más linda que he visto en mi vida ». Elvira quedó muda, quieta y fría. No quería responder (de hecho, no se le ocurría nada que contestar a eso) pero sabía que no podía permanecer mucho tiempo más en silencio...

- « Eres un encanto », alcanzó a decir justo un segundo antes de que aquel silencio los enterrara a los dos.

Él recibió el cumplido con una sonrisa que Elvira no supo interpretar. « ¿Estará defraudado ? ¿Habrá entendido que eso es lo único que puedo decirle ?... » No estaba muy segura de haber reaccionado correctamente, pero estaba demasiado cansada y angustiada como para pensar en todo eso. Así que decidió que aquella sería la última noche. Al día siguiente saldría de aquella casa y comenzaría a quitarse las redes que ya empezaban a ahogarla. Esta determinación la ayudó a conciliarse consigo misma y también con la persona con la que compartía cama, hasta el punto de que se dio media vuelta y le abrazó mientras su boca se posaba en la suya con un dulce « Buenas noches » que, desgraciadamente, le sonó amargo.

Él la acogió entre sus brazos y la acunó hasta que los temores de Elvira comenzaron a escapar por su boca entreabierta con un ritmo suave y pausado. Se había quedado dormida.


8 abr 2012

Juntandoletras: Llueve...

Juntandoletras: Llueve...: No me gusta la lluvia. No me gusta que al andar se me mojen los zapatos, los bajos del pantal ó n y, por ende, los pies. No me gusta...

Llueve...


No me gusta la lluvia.
No me gusta que al andar se me mojen los zapatos, los bajos del pantalón y, por ende, los pies.
No me gusta la lluvia por que es incómoda
y molesta, y fría, y húmeda.

No me gusta la lluvia
y no me gustan los paraguas.

Odio ese maldito invento anticuado
me indigna pensar que el ser humano
es capaz de clonar células y no es capaz
de mejorar un aparato absolutamente inútil
y que, para más inri,
tiene la fea costumbre de quedarse olvidado
en cualquier parte sin mi consentimiento.

No me gusta la lluvia sobre todo
porque cuando caen las gotas por fuera,
me inundo por dentro.
Se me derraman los estanques de penas,
y me rebosan los almacenes de olvidos.
Entonces se me escapan los pensamientos innombrables
y flotan por entre mis huesos
aferrados al gris madero del presente.

Por eso temo los días de lluvia...
aunque no siempre me sucede tan terrible ahogamiento,
sólo cuando la trastienda del subconsciente
está pidiendo a gritos hacer inventario.

En estos casos, siempre empiezo por lo tangible:
tiro fotografías, borro mensajes,
evito olores, colores, canciones... y malgasto tinta.

Es un primer paso sencillo
que no requiere más que una pizca de orgullo,
una cucharadita de cabezonería
y una chispa que desencadene el incendio.

Todo se quema,
pero la pena subsiste,
impertérrita,
desafiante y hasta divertida
viendo cómo trato de engañarme
sin éxito.

8 de diciembre de 2003

Burdeos, ciudad de acogida




Llevo casi seis años viviendo en Burdeos (Francia) y siento que he contado la historia de cómo llegué aquí cientos de veces. Sin embargo, nunca es el mismo relato : siempre hay un detalle que cambia, una motivación nueva que se descubre, un punto de vista diferente… y es que las personas cambian mucho en un lustro más aun, si se me permite, cuando uno está lejos de « su casa ».

Más que una razón para marcharme, lo que a mí me sucedió es que comprendí a tiempo que  « marcharme » era MI razón. Tenía 23 años y una vida bastante bien encaminada en Granada. Sin embargo, en el fondo sabía que quedarme en aquella ciudad era tan sólo una de tantas posibilidades, una de tantas vidas a mi alcance. Trasladarte a otro país, aprender otra lengua (una de las principales motivaciones de la mayoría de gente que emigra), conocer otras gentes, entender otras sociedades… todas esas inquietudes crecieron siempre conmigo, desde pequeña. Quizás porque antes de cumplir 9 años, mi familia y yo ya habíamos dejado un trozo de vida en Madrid, en Lugo, en Vigo y en Málaga… hasta llegar a Granada, al Barrio Fígares, el barrio de mis abuelos y la ciudad donde nací.

El caso es que un 9 de septiembre de 2005, me monté en el coche con una amiga y dejé atrás España, rumbo a Burdeos. Yo en un principio había pensado en irme a un país anglófono, por eso de que el inglés es imprescindible en nuestros días pero el azar, el destino o como quieras llamarlo, me cruzó con un camino que desembocaba en la Garonne. Me instalé con la intención de conocer, de probar como me sentaban los nuevos aires y si descubría que aquello no era para mí, siempre habría tiempo de volver a Granada o elegir otra ciudad, otro país. Poco a poco, me hice a la ciudad, a sus calles, a sus gentes, a sus vinos (no olvidemos que se trata de Bordeaux) y a su vida, que acaba por ser también la tuya.

Tras un tiempo de integración (linguística y social), completé mi carrera de periodista con un Master en Gestión Cultural lo que me puso en contacto con el sistema universitario francés y enriqueció mi « experiencia » en el extranjero al cambiar mi estatus social de « inmigrante » a « estudiante ». La mayoría de la gente suele hacerlo al revés (o mejor dicho « al derecho »), se van a otro país con una beca Erasmus o Leonardo y después se quedan y tratan de incorporarse al mundo laboral.

Al terminar la formación, viví en carne propia la fragilidad del mercado laboral dentro del sector cultural (no me gusta eso de la « industria cultural ») donde la mayoría de puestos son precarios o directamente no cuentan porque los cubren con becarios. Como sucede, por cierto, en muchísimos países más, incluido España. Así que viendo el panorama (y con la crisis, etc.), un grupo de amigos « activistas culturales » decidimos montar nuestra propia productora asociativa en 2008, Guakismo Prod.

A la pregunta de cómo valoraría mi experiencia, tendría que responder que toda mi percepción del mundo ha cambiado, que no me he arrepentido ni un sólo día de haber dado este paso, que sentirse « extranjero » es una de las vivencias que más y mejor influyen en el desarrollo de una persona, que aprender del otro y, sobre todo, de uno mismo hace estallar nuestros prejuicios, nuestros estereotipos (los propios y los ajenos). No creo que emigrar sea el camino de la felicidad para todas las personas pero sí creo que nos iría mejor como sociedad si todos viviéramos alguna vez en carne propia lo es ser « extranjero ». Lo que sí recomiendo encarecidamente es que no tengamos reparos (generalmente basados en ideas precocebidas) en sopesar la posibilidad de incluir otro país en nuestro abanico de posibilidades.

Ser « extranjero », no nos engañemos, es también partir con desventaja. Teóricamente, todos tenemos los mismos derechos y deberes, pero en la práctica la mayor parte del tiempo no es así. Mientras que un inmigrante tiene que adaptarse al medio, los « nacionales » ya lo dominan (han crecido dentro) lo que les proporciona una ventaja inicial clave.

Personalmente, mi « talón de Aquiles » sigue siendo los trámites administrativos, que en Francia requieren de mucho tiempo y mucha paciencia (en España también, aunque creo que los galos en esto se llevan la palma). Dentro de una Europa que nos presentan como « una », no existe nada más obtuso para un extranjero que el « papeleo ». Tengo una anécdota del tema que parecía un chiste si no lo hubiera vivido en persona : Mi marido es chileno y cuando  estaba tramitando su residencia en Francia explica a la funcionaria de la oficina de inmigración de la Prefectura francesa que está casado con una española, señalándome a mí que estaba a su lado en la cola. La señora se vuelve hacia mí y me pregunta : ¿y dónde está su visa ? Yo, sorprendida y con la duda de si había entendido bien la pregunta, le contesto : « es que yo soy española ». « ¿Y eso qué ? » me responde impaciente la persona encargada de tramitar las demandas de residencia de la administración. « Pues que desde que España pasó a formar parte de Europa, los españoles no necesitamos visa para residir en Francia… », respondo yo molesta. « Ah, no lo sabía… » me contesta y claro, yo no podía creerlo e insistí: “¡¡¿Quiere decir que lleva más de 20 años pidiéndole la visa a los españoles ?!! ¡¡¿y usted trabaja en el servicio de inmigración ?!! » Ni que decir tiene que no conseguimos avanzar mucho los trámites ese día y que tuvimos que volver. Afortunadamente nos atendió otra persona, mucho más agradable y preparada.

En cuanto a la nostalgia, a la « morriña » que dicen los gallegos, pues de vez en cuando te visita, claro. En mi caso, más que al país o a la ciudad, extraño a la gente, a la familia, a los amigos. Después, las tapas, las terracitas, el sol, la alegría de mi tierra pues me falta aveces pero no siento como si la hubiera « perdido », sé que está siempre allí… a 1.200 km. Por eso cuando uno regresa, aunque sólo sea unos días, es como si se volviera a enamorar de todo eso que un día se nos quedó pequeño y decidimos abandonar por un tiempo, por unos años, por una vida quizás…