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20 dic 2012

El día que me convertí en estrella


Hasta aquel 5 de enero de 1985, yo había sido una niña normal, de carne menuda y hueso testarudo, pero sin nada de particular, si dejamos al margen el hecho de que hablaba correctamente desde mi primer año de vida, como le encantaba repetir a mi madre. Era la víspera de la Noche de Reyes, un momento que yo había esperado con delectación durante meses y que por fin llegaba en forma de cabalgata. A mis padres no les gustaban las aglomeraciones de personas, ni el frío, ni los empujones, pero algo en mi determinada actitud les convenció de que tenían que llevarme a ver a los Reyes Magos, en persona.
Mientras ellos se convencían mutuamente de que “por la tele se ve mucho mejor”, yo fui hasta mi habitación y ante la mirada estupefacta de mi hermano mayor, abrí el armario y me encaramé en una silla hasta alcanzar el jersey más gordo de todos, ese que picaba horrores. Me lo puse sobre la imprescindible camiseta interior blanca de rayas con una florecita bordada y me coloqué con dificultad el abrigo con capucha. Adornaban mi armadura contra las excusas paternas una bufanda blanca, manoplas y un gorro de lana con un pompón rojo. De esta guisa, me planté frente a la puerta de casa y miré a mis padres fijamente... “Vamos”, sostuve categórica.
A pesar del frío y de que mi madre me obligaba a mantener la boca cerrada para no enfriarme (lo que por otra parte era una tortura inútil para una niña verborréica como yo), la emoción que sentía me inundaba hasta desbordar mi pequeño cuerpo que no podía parar de expandirse. Me impacienté cien veces ante la vista interminable de calles, plazas, rotondas, pasos de peatones y demás obstáculos que franqueaban cada esquina. Anduvimos durante lo que me pareció una eternidad hasta llegar al centro de la ciudad. Desde mi pequeña estatura, sabía que nos acercábamos porque a mi alrededor las luces se multiplicaron, el aire helado se cargó de olores apetecibles (garrapiñadas, castañas asadas, nubes de algodón...) y la música empezó a colarse por los rincones.
El corazón se me había quedado enganchado en la bufanda y lo sentía palpitar desbocado mientras nos acercábamos al pasillo humano que se interponía entre mi personita y los ansiados reyes. De pronto, mis padres se detuvieron. Estaba totalmente rodeada de gente que se agolpaba con la mirada fija en un punto lejano e inalcanzable. Entonces la desesperación se apoderó de mí al punto que escuchaba “Ya llegan. Mira que bonito”. ¡No podía ver nada! Desee crecer tanto como la luna que esa noche me sonreía malévola desde el negro cielo... Cuando estaba a punto de hundirme en la pena más profunda por toda la ilusión malgastada, mi padre me miró desde las alturas y leyó en mis ojos húmedos. Me alzó con la fuerza de un gigante y me sentó sobre sus grandes y cómodos hombros.
Un mundo de color se desplegó ante mis ya inmensas retinas. Primero fueron las carrozas de personajes animados, seguida de bandas de música, bailarinas, pajes y más pajes. Sus majestades se hacían esperar, aunque para mí que lleva contando los días de todo un año con fruición aquellos minutos valdrían la pena con creces. Por fin aparecieron los animales, señal de que los reyes no podían tardar ya que es bien sabido por todos que las cabalgaduras reales no abandonan nunca a sus dueños, ni siquiera cuando sus altezas entran en el salón de las casas para dejar sus presentes. De ahí la importancia de dejar un balde con agua junto a las tres copitas de anís y la bandeja repleta de mantecados, turrones y demás caprichos navideños.
Los gritos se hicieron más agudos e intensos. “Mira María ahí llegan, el primero es Melchor, después Gaspar y el negro Baltasar” me anunció mi madre desde abajo ¡Podía verlos!, pero estaban tan lejos... Estiré un brazo para alcanzarlos pero, de nuevo, mi cuerpo me fallaba cuando más lo necesitaba. Quería acercarme a ellos, tocarlos, subirme a aquella carroza llena de colores... Una lluvia de caramelos me sacó de mi ensimismamiento y me hizo perder posiciones en la carrera por ver a sus majestades. A mi alrededor, todas las cabezas se habían vuelto y los cuerpos de niños y mayores se inclinaban para recoger las golosinas esparcidas por el suelo entre el confeti y el espumillón.
Era mi oportunidad, ahora que todos estaban distraídos podía aprovechar para acercarme hasta la primera línea, a la que sólo tienen acceso los “elegidos”. Desee con todas mis fuerzas ser más grande, enorme, como la estrella que colgaba entre las farolas adornadas y que marcaba el paso de la cabalgata real. Entonces empecé a moverme sin que mi cabeza se lo ordenara a mis pies, como flotando. Me deslizaba entre la gente sin saber cómo. Escuchaba sus voces intentando detenerme, enfadados, muertos de envidia. Pero no me detuve, tampoco habría sabido cómo hacerlo, sólo sabía que estaba a punto de llegar hasta la mano del mismísimo Rey Gaspar que me sonreía a lo lejos.
Una vez frente a su majestad, intenté saludarlo con todos los honores que su cargo merecen pero no pude articular ni un sólo sonido. Haciéndose cargo de la impresión que su presencia genera, mi rey mago favorito tendió los brazos y me tomó en volandas. “Así que querías venir a verme y lo has conseguido... Ahora que estás aquí, ¿qué querías decirme? Te escucho”. No podía desaprovechar la oportunidad así que fui directa al grano, de mi bolsillo derecho saqué un papel arrugado y se lo tendí temblando de nervios y emoción. Recogió el pliego sonriente y preguntó: “¿Es tu carta? Parece un papel muy pequeño...”.
    -“No es mi carta, es la dirección de mi casa...”, contesté yo con ese tono de marisabidilla que se me ponía cuando se trataba de cosas serias.
    -“Pero no me hace falta, nosotros sabemos dónde duerme cada niño esta noche...”, respondió el Rey visiblemente divertido con la idea.
    -“¿Seguro? Es que nos mudamos hace poco y tengo miedo de que os equivoquéis de casa...” confesé yo un poco avergonzada de poner en duda la sabiduría de sus majestades de Oriente.
    -“Seguro... y ¿sabes por qué sé que te encontraremos?”
    -“Porque sois magos”
    -“No, María. Hay algo que tienes que saber...”
    -“¿Cómo sabes mi nombre?”
    -“Porque soy mago”, contestó sin dejar de sonreír ... “Ahora escucha lo que tengo que decirte y no lo olvides jamás: dentro de tí hay un pedacito de la estrella más brillante del Universo, la estrella de Oriente, y su luz es la que nos ha traído hasta ti. No dejes que se apague nunca o no podremos encontrarte”.
Mi carita de estupor tuvo que reflejar el peso de una carga demasiado pesada: tenía dentro una estrella y no sabía qué hacer con ella. El rey soltó una franca carjacada y respondió a la pregunta que yo no le había hecho: “Mantén siempre esos grandes ojos bien abiertos y no dejes nunca de sonreír porque esa es la luz del cometa”.
Aún hoy, con casi 40 años y una hija a la que llevar a las cabalgatas, dudo de que aquello pasara realmente aunque, desde entonces, nunca me reservo una sonrisa por si mi luz llegara a apagarse.