Hasta aquel 5 de enero de 1985,
yo había sido una niña normal,
de carne menuda y hueso testarudo, pero sin nada de particular, si
dejamos al margen el hecho de que hablaba correctamente desde mi
primer año de vida, como le encantaba repetir a mi madre. Era
la víspera de la Noche de
Reyes, un momento que yo había
esperado con delectación durante meses y que por fin llegaba en
forma de cabalgata. A mis padres no les gustaban las aglomeraciones
de personas, ni el frío, ni los empujones, pero algo en mi
determinada actitud les convenció de que tenían que llevarme a ver
a los Reyes Magos, en persona.
Mientras ellos se convencían
mutuamente de que “por la tele se ve mucho mejor”, yo fui hasta
mi habitación y ante la mirada estupefacta de mi hermano mayor, abrí
el armario y me encaramé en una silla hasta alcanzar el jersey
más gordo de todos, ese
que picaba horrores. Me lo puse sobre la imprescindible camiseta
interior blanca de rayas con una florecita bordada y me coloqué con
dificultad el abrigo con capucha. Adornaban mi armadura contra las
excusas paternas una bufanda blanca, manoplas y un gorro de lana con
un pompón rojo. De esta
guisa, me planté frente a la puerta de casa y miré a mis padres
fijamente... “Vamos”, sostuve categórica.
A pesar del frío
y de que mi madre me obligaba a mantener la boca cerrada para no
enfriarme (lo que por otra parte era una tortura inútil
para una niña verborréica como
yo), la emoción que sentía me inundaba hasta desbordar mi pequeño
cuerpo que no podía parar de expandirse. Me impacienté cien veces
ante la vista interminable de calles, plazas, rotondas, pasos de
peatones y demás obstáculos que franqueaban cada esquina. Anduvimos
durante lo que me pareció una eternidad hasta llegar al centro de la
ciudad. Desde mi pequeña estatura, sabía que nos acercábamos
porque a mi alrededor las luces se multiplicaron, el aire helado se
cargó de olores apetecibles (garrapiñadas, castañas asadas, nubes
de algodón...) y la música empezó a colarse por los rincones.
El
corazón se me había quedado enganchado en la bufanda y lo sentía
palpitar desbocado mientras nos acercábamos al pasillo humano que se
interponía entre mi personita y los ansiados reyes. De pronto, mis
padres se detuvieron. Estaba totalmente rodeada de gente que se
agolpaba con la mirada fija en un punto lejano e inalcanzable.
Entonces la
desesperación se
apoderó de mí al punto que escuchaba “Ya llegan. Mira que
bonito”. ¡No podía ver nada! Desee crecer tanto como la luna que
esa noche me sonreía malévola desde el negro cielo... Cuando estaba
a punto de hundirme en la pena más profunda por toda la ilusión
malgastada, mi padre me miró desde las alturas y leyó en mis ojos
húmedos. Me alzó con la fuerza de un gigante y me sentó sobre sus
grandes y cómodos hombros.
Un mundo de color se desplegó
ante mis ya inmensas retinas. Primero fueron las carrozas de
personajes animados, seguida de bandas de música, bailarinas, pajes
y más pajes. Sus majestades se hacían esperar, aunque para mí que
lleva contando los días de todo un año con fruición aquellos
minutos valdrían la pena con creces. Por fin aparecieron los
animales, señal de que los reyes no podían tardar ya que es bien
sabido por todos que las cabalgaduras reales no abandonan nunca a sus
dueños, ni siquiera cuando sus altezas entran en el salón de las
casas para dejar sus presentes. De ahí la importancia de dejar un
balde con agua junto a las tres copitas de anís y la bandeja repleta
de mantecados, turrones y demás caprichos navideños.
Los gritos se hicieron más
agudos e intensos. “Mira María ahí llegan, el primero es Melchor,
después Gaspar y el negro Baltasar” me anunció mi madre desde
abajo ¡Podía verlos!, pero estaban tan lejos... Estiré un brazo
para alcanzarlos pero, de nuevo, mi cuerpo me fallaba cuando más lo
necesitaba. Quería acercarme a ellos, tocarlos, subirme a aquella
carroza llena de colores... Una lluvia de caramelos me sacó de mi
ensimismamiento y me hizo perder posiciones en la carrera por ver a
sus majestades. A mi alrededor, todas las cabezas se habían vuelto y
los cuerpos de niños y mayores se inclinaban para recoger las
golosinas esparcidas por el suelo entre el confeti y el espumillón.
Era
mi oportunidad, ahora que todos estaban distraídos podía aprovechar
para acercarme hasta la primera línea, a la que sólo tienen acceso
los “elegidos”. Desee con todas mis fuerzas ser más grande,
enorme, como la estrella que colgaba entre las farolas adornadas y
que marcaba el paso de la cabalgata real. Entonces empecé a moverme
sin que mi cabeza se lo ordenara a mis pies, como flotando. Me
deslizaba entre la gente sin saber cómo.
Escuchaba sus voces intentando detenerme, enfadados, muertos de
envidia. Pero no me detuve, tampoco habría
sabido cómo hacerlo, sólo sabía que estaba a punto de llegar hasta
la mano del mismísimo Rey Gaspar que me sonreía a lo lejos.
Una vez frente a su majestad,
intenté saludarlo con todos los honores que su cargo merecen pero no
pude articular ni un sólo sonido. Haciéndose cargo de la impresión
que su presencia genera, mi rey mago favorito tendió los brazos y me
tomó en volandas. “Así que querías venir a verme y lo has
conseguido... Ahora que estás aquí, ¿qué querías decirme? Te
escucho”. No podía desaprovechar la oportunidad así que fui
directa al grano, de mi bolsillo derecho saqué un papel arrugado y
se lo tendí temblando de nervios y emoción. Recogió el pliego
sonriente y preguntó: “¿Es tu carta? Parece un papel muy
pequeño...”.
-“No es mi carta, es la
dirección de mi casa...”, contesté yo con ese tono de
marisabidilla que se me ponía cuando se trataba de cosas serias.
-“Pero no me hace falta,
nosotros sabemos dónde duerme cada niño esta noche...”,
respondió el Rey visiblemente divertido con la idea.
-“¿Seguro? Es que nos mudamos
hace poco y tengo miedo de que os equivoquéis de casa...” confesé
yo un poco avergonzada de poner en duda la sabiduría de sus
majestades de Oriente.
-“Seguro... y ¿sabes por qué
sé que te encontraremos?”
-“Porque sois magos”
-“No, María. Hay algo que
tienes que saber...”
-“¿Cómo sabes mi nombre?”
-“Porque soy mago”, contestó
sin dejar de sonreír ... “Ahora escucha lo que tengo que decirte
y no lo olvides jamás: dentro de tí hay un pedacito de la estrella
más brillante del Universo, la estrella de Oriente, y su luz es la
que nos ha traído hasta ti. No dejes que se apague nunca o no
podremos encontrarte”.
Mi
carita de estupor tuvo que reflejar el peso de una carga demasiado
pesada: tenía dentro una estrella y no sabía qué hacer con ella.
El rey soltó una franca carjacada y respondió a la pregunta que yo
no le había hecho: “Mantén siempre esos grandes ojos bien
abiertos y no dejes nunca de sonreír porque esa es la luz del
cometa”.
Aún hoy, con casi 40 años y una
hija a la que llevar a las cabalgatas, dudo de que aquello pasara
realmente aunque, desde entonces, nunca me reservo una sonrisa por si
mi luz llegara a apagarse.