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29 abr 2012

Clara Matelot - Capítulo II


La alarma del horno anunció que la comida estaba lista pero en la solitaria cocina, nadie se dio por aludido. La señora Matelot se había acercado hasta la cancela para saludar a su hijo que, como cada domingo de Ramos venía a comer en familia.

En cuanto el coche pasó por delante, Clara vio que su hijo venía solo. «¿Donde se habría metido ese niño?». Había pasado varios días jugueteando con la idea de que vería a su nieto... incluso había sacado algo de dinero de su cuenta para dárselo hoy. Una mueca de disgusto se instaló en la comisura de sus ajados labios, ahora estaba verdaderamente sola... su hijo nunca entendería lo que estaba viviendo y, mucho menos, se pondría de su lado. El disgusto desembocó en un enfado sordo de los que solían provocarle migraña.

Daniel apagó el motor , salió del vehículo sin prisas y se acercó despacio a saludar a su madre. Había reconocido aquella neblina en sus ojos y sabía que el temporal se estaba gestando. Ella lo vio entrar con ese aire melancólico tan suyo y se admiró del atractivo que aun derrochaba su hijo, ya cerca de la cuarentena.

«Hola cariño», le recibió.
«Hola mamá... ¿qué tal estás? ¿dónde está papá »
«Pues ya ves, yo aquí preparándolo todo y ¿tu padre? No sé, por ahí... paseando al perro, supongo».
«Espero que no tarde mucho porque estoy hambriento... ¿qué has preparado?», pregunta mientras olisquea los humores que vienen de la cocina.
«No ha venido Javier»
«Bueno, ya sabes mamá, está en plena adolescencia...»
«¿Y eso qué? ¿Uno deja de tener abuelos cuando es joven?»
«No mamá, pero a esa edad las reuniones familiares te dan urticaria»
«Muy bonito y tú encima de guasa. Pues a mi no me hace ninguna gracia Daniel, qué ese niño anda muy suelto»
«Ese “niño”, mamá, ya tiene mucho de hombre y bastante poco de crío». Sonrió para sí recordando el reciente episodio de la “misteriosa” desaparición de la caja de preservativos que guardaba en la mesita de noche.
«Bueno, tú ríete – comprendió casi la señora Matelot – pero acuérdate siempre de que los hijos son para toda la vida, incluso cuando ya no te necesitan...»
«Ahí está papá» escuchó Daniel dirigiéndose a la parte trasera de la casa.

La señora Matelot se quedó sola en la cocina, escuchando furtiva el sonido de la cadena al posarse sobre la estaca. Los ladridos de alegría al descubrir al invitado. El ruido de sus pezuñas chocando con las losetas del patio. La voz de su marido reprendiéndole por ensuciar los bajos del pantalón de Daniel. Ya lo estaba haciendo otra vez. Le encantaba ser el centro de atención... ¡maldito perro traidor!

El dulce sopor del mediodía que se colaba por entre las yedras del jardín refrescándose mantenía a Daniel ensimismado en su tranquila alegría. Hacía un día estupendo, había comido con delectación, se sentía a gusto en aquel oasis de paz y templanza que sus padres habían domesticado tras años de ejemplar matrimonio. Estaba de buen humor, de un humor excelente en realidad... y las previsiones para el resto del día eran inmejorables: soleado y, por la noche, luna llena.

Tan enfrascado estaba imaginando su cita con Elvira que ni siquiera se percató del enorme vacío que separaba a los otros dos comensales, de los intentos de ambos por parecer naturales, de que el perro seguía atado a la estaca en la parte trasera de la casa mientras que, en la mesa, lo traían a colación una vez cada dos frases.

«¿Hasta dónde habéis llegado?», empezó ella.
«Hasta la fuente seca... no veas como tengo los huesos, ese no se da cuenta de que soy un pobre viejo y me lleva con la lengua fuera» respondió él socarrón.
«Y con la baba cayéndosete...» apuntaló ella.
«Mujer no exageres, no es más que un perro aunque tengo que reconocer que me entretiene muchísimo», atajó él.
«No, si ya me había dado cuenta, no hace falta que lo jures», gruñó ella.
«Bueno, no sé por qué te pones así... tú eras la que quería comprarlo y ahora que yo disfruto con la idea, te fastidia. De verdad que quién te entiende a ti...», se quejó él.
«Tú no, desde luego...»

Ni yo tampoco continuaba mentalmente la señora Matelot – pero es que no puedo controlarlo. Es superior a mis fuerzas. Desde que ese animal había puesto sus patas delanteras en la casa, todo iba de mal en peor. No sé si será la raza (al final ella se salió con la suya pero fue su marido el que lo eligió) o el hecho de que fuera macho pero desde que se miraron, esos dos fueron el uno para el otro. Una complicidad bilateral se instaló entre ellos quedando la señora Matelot “más sola que la una”, compuesta y sin perro.

Al principio había intentado ganárselo comprándole chucherías y llenándole de caprichitos pero pronto entendió que la batalla no se libraría en el lado “animal”. Si quería domesticarlo tenía que seducir al macho, convencer al “hombre” de que ella era su verdadera dueña y señora. Su amiga Marina se estuvo burlando de ella toda la tarde mientras le confiaba sus estratagemas para conquistar al perro al que, por cierto, ella llamaba “Arturo” y su marido “Turco”.

«Mira chica, no sé qué decirte porque vamos ni loca le dejo yo un pañuelo mío al perro...»
«Es para que relacione mi olor con su casita. Lo he leído en una revista de mascotas. Así entiende que su casa es en realidad TU casa y que tiene que obedecerte».
«Yo lo que creo es que tú y tu marido os tenéis que ir unos días por ahí, los dos solos, sin el perro».
«¡Ya! ¿Sin el perro? Pues no va a querer, si está que no vive con el chucho ese...» aunque, pensándolo bien, tendría que elegir y, si lo convencía, le habría ganado la batalla a esa bestia de lengua palpitante y ojos de cazador.
«Tienes razón», cambió de talante la señora Matelot. «Nos vamos de viaje... es una excusa perfecta», añadió mientras se dirigía a la puerta de la calle, que pasaba justo entre su casa y la de su buena amiga y mejor consejera.
«Al contrario Clara, hazme caso: nada de excusas, ni de estratagemas. Aprovecha para estar con tu marido, a solas...»
«Gracias por el té Marina. Eres un primor».

Clara Matelot cruzó de acera dando saltitos de alegría mientras su vecina la miraba desde el vano. No pudo evitar sentir un poco de lástima por ella y por el buen hombre de su marido. El amor les había sorprendido demasiado agotados, de vuelta de todo, vacíos...

15 abr 2012

ELVIRA


Durmiendo en una ciudad extraña, con un extraño, en una casa enorme cuya historia no necesitaba conocer... pero conocía. A Elvira siempre se le iban las cosas de las manos. Su psicóloga había tratado de ayudarle a superar sus problemas con una palabra que todo el mundo utiliza sin conciencia de su importancia pero que ella era incapaz de pronunciar : « NO ».

- « Evidentemente no lo logró », se lamentó la joven.

De larga y ondulada cabellera rojiza y tez clara, Elvira era considerada una mujer actractiva. Aveces, incluso más de lo que ella desearía. Cuando caminaba por la calle podía sentir cómo las miradas hambrientas se posaban en sus miembros, sobre todo en los más protuberantes. Aquellos ojos ávidos no solían alterar sus pasos pero eso sí, Elvira no consentía las faltas de respeto y, para ella, cualquier interpelación lo era. Resultaba curioso contemplar la fuerza que era capaz de canalizar para responder a los « cumplidos » de los sempiternos obreros, mientras que se comportaba como una gata acorralada cuando cualquier conocido le ponía en el trance de tener que decir : NO.

Una educación basada en la cultura y en la preocupación por el otro la habían convertido en una mujer ilustrada, pero con profundos y serios conflictos internos. Por un lado, disponía de todas las armas necesarias para salir a la lucha diaria ataviada con el disfraz de una mujer liberada, inteligente e independiente. (Nunca pensó que este « traje » pesara tanto). Sin embargo, por otro lado, se dejaba convencer constantemente incluso por encima de sus propios deseos.

Con los hombres había vivido toda clase de situaciones relacionadas con « su problema ». Noches de alcohol y soledad en la que, invitablemente, trataba de apresar la vida enroscada en el cuerpo de alguien, de cualquiera. Noches de melancolía en las que era incapaz de negarse al abrazo de ese eterno ex-marido irresponsable, inmaduro, interesado e irresistible.

- « Bueno, el caso de Martín es especial », se justificaba Evira. « Él conoce mi debilidad y es eso lo que le hace único ».

Elvira pensaba en todo esto mientras su acompañante de las tres últimas noches se afanaba en encontrar « esa maldita caja de condones que tenía (seguro) guardada en alguna parte ». Por un instante, sus grandes ojos verdes se giraron para analizar el cuerpo desnudo solo entrevisto por la tenue luz de las farolas que atravesaba la ventana aquella noche.

- « No está mal. Culo prieto, barriga plana, brazos fuertes (sin caer en la vulgaridad del gimnasio)... un siete », se pronunció tras el examen ocular.

No le preocupaba lo más mínimo si el tipo era capaz de encontrar los preservativos o no porque sabía que, de todas formas, iba a acabar accediendo a sus deseos de penetrarla « a pelo ». Pero eso él lo desconocía así que continuaba balbuceando el eterno monólogo que tantas veces Elvira había tenido que escuchar : « Estoy seguro de que tenía una caja aquí mismo... ha tenido que ser mi hijo, está en la edad y tengo que andar siempre escondiéndolos ».

Elvira quiso detener la ridícula perorata con un beso, pero aquel hombre parecía realmente turbado. No era muy común para ella y, la verdad, tampoco estaba muy segura de preferir ese posible alivio ya que ahora se veía abocada a tener que intervenir, a decidir si la noche se decantaba entre el SÍ y el NO. Viniendo de Elvira, la respuesta parecía evidente, aunque no por ello más sencilla. Ella no quería que él pensara que era « de ese tipo de mujeres » que lo hacen sin condón. La verdad es que si nos ateníamos a los hechos lo era, con matices, pero lo había sido muchas veces... demasiadas.
Él regresó a su lado y, para entonces, la líbido de Elvira ya había naufragado en los inmensos mares de su mente. Él tampoco parecía muy interesado en retomar la conquista pues se derrumbó junto a ella sin rastro de decepción en sus ojos y comenzó a acariciarla inocentemente. Ella correspondió con una sonrisa de la que colgaban una pizca de sorpresa y un manojo de curiosidad.

Después de tres días de citas superfluas que invariablemente acababan en la cama, había llegado el momento de « la conversación », de indagar al otro, de mostrar las cartas. « No tengo jugada aún » comenzó a angustiarse Elvira. « De hecho, no tengo ni un solo As en la manga ». Estaba completamente desprotegida, desnuda... y esa sensación empezó a paralizarla.

Él continuaba mirándola fijamente (Elvira odiaba cuando la gente la contemplaba de esta manera porque nunca sabía qué cara poner) y, tras un profudo suspiro, le dijo : « Eres la mujer más linda que he visto en mi vida ». Elvira quedó muda, quieta y fría. No quería responder (de hecho, no se le ocurría nada que contestar a eso) pero sabía que no podía permanecer mucho tiempo más en silencio...

- « Eres un encanto », alcanzó a decir justo un segundo antes de que aquel silencio los enterrara a los dos.

Él recibió el cumplido con una sonrisa que Elvira no supo interpretar. « ¿Estará defraudado ? ¿Habrá entendido que eso es lo único que puedo decirle ?... » No estaba muy segura de haber reaccionado correctamente, pero estaba demasiado cansada y angustiada como para pensar en todo eso. Así que decidió que aquella sería la última noche. Al día siguiente saldría de aquella casa y comenzaría a quitarse las redes que ya empezaban a ahogarla. Esta determinación la ayudó a conciliarse consigo misma y también con la persona con la que compartía cama, hasta el punto de que se dio media vuelta y le abrazó mientras su boca se posaba en la suya con un dulce « Buenas noches » que, desgraciadamente, le sonó amargo.

Él la acogió entre sus brazos y la acunó hasta que los temores de Elvira comenzaron a escapar por su boca entreabierta con un ritmo suave y pausado. Se había quedado dormida.


8 abr 2012

Juntandoletras: Llueve...

Juntandoletras: Llueve...: No me gusta la lluvia. No me gusta que al andar se me mojen los zapatos, los bajos del pantal ó n y, por ende, los pies. No me gusta...

Llueve...


No me gusta la lluvia.
No me gusta que al andar se me mojen los zapatos, los bajos del pantalón y, por ende, los pies.
No me gusta la lluvia por que es incómoda
y molesta, y fría, y húmeda.

No me gusta la lluvia
y no me gustan los paraguas.

Odio ese maldito invento anticuado
me indigna pensar que el ser humano
es capaz de clonar células y no es capaz
de mejorar un aparato absolutamente inútil
y que, para más inri,
tiene la fea costumbre de quedarse olvidado
en cualquier parte sin mi consentimiento.

No me gusta la lluvia sobre todo
porque cuando caen las gotas por fuera,
me inundo por dentro.
Se me derraman los estanques de penas,
y me rebosan los almacenes de olvidos.
Entonces se me escapan los pensamientos innombrables
y flotan por entre mis huesos
aferrados al gris madero del presente.

Por eso temo los días de lluvia...
aunque no siempre me sucede tan terrible ahogamiento,
sólo cuando la trastienda del subconsciente
está pidiendo a gritos hacer inventario.

En estos casos, siempre empiezo por lo tangible:
tiro fotografías, borro mensajes,
evito olores, colores, canciones... y malgasto tinta.

Es un primer paso sencillo
que no requiere más que una pizca de orgullo,
una cucharadita de cabezonería
y una chispa que desencadene el incendio.

Todo se quema,
pero la pena subsiste,
impertérrita,
desafiante y hasta divertida
viendo cómo trato de engañarme
sin éxito.

8 de diciembre de 2003

Burdeos, ciudad de acogida




Llevo casi seis años viviendo en Burdeos (Francia) y siento que he contado la historia de cómo llegué aquí cientos de veces. Sin embargo, nunca es el mismo relato : siempre hay un detalle que cambia, una motivación nueva que se descubre, un punto de vista diferente… y es que las personas cambian mucho en un lustro más aun, si se me permite, cuando uno está lejos de « su casa ».

Más que una razón para marcharme, lo que a mí me sucedió es que comprendí a tiempo que  « marcharme » era MI razón. Tenía 23 años y una vida bastante bien encaminada en Granada. Sin embargo, en el fondo sabía que quedarme en aquella ciudad era tan sólo una de tantas posibilidades, una de tantas vidas a mi alcance. Trasladarte a otro país, aprender otra lengua (una de las principales motivaciones de la mayoría de gente que emigra), conocer otras gentes, entender otras sociedades… todas esas inquietudes crecieron siempre conmigo, desde pequeña. Quizás porque antes de cumplir 9 años, mi familia y yo ya habíamos dejado un trozo de vida en Madrid, en Lugo, en Vigo y en Málaga… hasta llegar a Granada, al Barrio Fígares, el barrio de mis abuelos y la ciudad donde nací.

El caso es que un 9 de septiembre de 2005, me monté en el coche con una amiga y dejé atrás España, rumbo a Burdeos. Yo en un principio había pensado en irme a un país anglófono, por eso de que el inglés es imprescindible en nuestros días pero el azar, el destino o como quieras llamarlo, me cruzó con un camino que desembocaba en la Garonne. Me instalé con la intención de conocer, de probar como me sentaban los nuevos aires y si descubría que aquello no era para mí, siempre habría tiempo de volver a Granada o elegir otra ciudad, otro país. Poco a poco, me hice a la ciudad, a sus calles, a sus gentes, a sus vinos (no olvidemos que se trata de Bordeaux) y a su vida, que acaba por ser también la tuya.

Tras un tiempo de integración (linguística y social), completé mi carrera de periodista con un Master en Gestión Cultural lo que me puso en contacto con el sistema universitario francés y enriqueció mi « experiencia » en el extranjero al cambiar mi estatus social de « inmigrante » a « estudiante ». La mayoría de la gente suele hacerlo al revés (o mejor dicho « al derecho »), se van a otro país con una beca Erasmus o Leonardo y después se quedan y tratan de incorporarse al mundo laboral.

Al terminar la formación, viví en carne propia la fragilidad del mercado laboral dentro del sector cultural (no me gusta eso de la « industria cultural ») donde la mayoría de puestos son precarios o directamente no cuentan porque los cubren con becarios. Como sucede, por cierto, en muchísimos países más, incluido España. Así que viendo el panorama (y con la crisis, etc.), un grupo de amigos « activistas culturales » decidimos montar nuestra propia productora asociativa en 2008, Guakismo Prod.

A la pregunta de cómo valoraría mi experiencia, tendría que responder que toda mi percepción del mundo ha cambiado, que no me he arrepentido ni un sólo día de haber dado este paso, que sentirse « extranjero » es una de las vivencias que más y mejor influyen en el desarrollo de una persona, que aprender del otro y, sobre todo, de uno mismo hace estallar nuestros prejuicios, nuestros estereotipos (los propios y los ajenos). No creo que emigrar sea el camino de la felicidad para todas las personas pero sí creo que nos iría mejor como sociedad si todos viviéramos alguna vez en carne propia lo es ser « extranjero ». Lo que sí recomiendo encarecidamente es que no tengamos reparos (generalmente basados en ideas precocebidas) en sopesar la posibilidad de incluir otro país en nuestro abanico de posibilidades.

Ser « extranjero », no nos engañemos, es también partir con desventaja. Teóricamente, todos tenemos los mismos derechos y deberes, pero en la práctica la mayor parte del tiempo no es así. Mientras que un inmigrante tiene que adaptarse al medio, los « nacionales » ya lo dominan (han crecido dentro) lo que les proporciona una ventaja inicial clave.

Personalmente, mi « talón de Aquiles » sigue siendo los trámites administrativos, que en Francia requieren de mucho tiempo y mucha paciencia (en España también, aunque creo que los galos en esto se llevan la palma). Dentro de una Europa que nos presentan como « una », no existe nada más obtuso para un extranjero que el « papeleo ». Tengo una anécdota del tema que parecía un chiste si no lo hubiera vivido en persona : Mi marido es chileno y cuando  estaba tramitando su residencia en Francia explica a la funcionaria de la oficina de inmigración de la Prefectura francesa que está casado con una española, señalándome a mí que estaba a su lado en la cola. La señora se vuelve hacia mí y me pregunta : ¿y dónde está su visa ? Yo, sorprendida y con la duda de si había entendido bien la pregunta, le contesto : « es que yo soy española ». « ¿Y eso qué ? » me responde impaciente la persona encargada de tramitar las demandas de residencia de la administración. « Pues que desde que España pasó a formar parte de Europa, los españoles no necesitamos visa para residir en Francia… », respondo yo molesta. « Ah, no lo sabía… » me contesta y claro, yo no podía creerlo e insistí: “¡¡¿Quiere decir que lleva más de 20 años pidiéndole la visa a los españoles ?!! ¡¡¿y usted trabaja en el servicio de inmigración ?!! » Ni que decir tiene que no conseguimos avanzar mucho los trámites ese día y que tuvimos que volver. Afortunadamente nos atendió otra persona, mucho más agradable y preparada.

En cuanto a la nostalgia, a la « morriña » que dicen los gallegos, pues de vez en cuando te visita, claro. En mi caso, más que al país o a la ciudad, extraño a la gente, a la familia, a los amigos. Después, las tapas, las terracitas, el sol, la alegría de mi tierra pues me falta aveces pero no siento como si la hubiera « perdido », sé que está siempre allí… a 1.200 km. Por eso cuando uno regresa, aunque sólo sea unos días, es como si se volviera a enamorar de todo eso que un día se nos quedó pequeño y decidimos abandonar por un tiempo, por unos años, por una vida quizás…