No me gusta la lluvia.
No me gusta que al andar
se me mojen los zapatos, los bajos del pantalón
y, por ende, los pies.
No
me gusta la lluvia por que es incómoda
y
molesta, y fría,
y húmeda.
No
me gusta la lluvia
y
no me gustan los paraguas.
Odio
ese maldito invento anticuado
me
indigna pensar que el ser humano
es
capaz de clonar células y no es capaz
de
mejorar un aparato absolutamente inútil
y
que, para más
inri,
tiene
la fea costumbre de quedarse olvidado
en
cualquier parte sin mi consentimiento.
No
me gusta la lluvia sobre todo
porque
cuando caen las gotas por fuera,
me
inundo por dentro.
Se
me derraman los estanques de penas,
y
me rebosan los almacenes de olvidos.
Entonces
se me escapan los pensamientos innombrables
y
flotan por entre mis huesos
aferrados
al gris madero del presente.
Por
eso temo los días
de lluvia...
aunque
no siempre me sucede tan terrible ahogamiento,
sólo
cuando la trastienda del subconsciente
está
pidiendo a gritos hacer inventario.
En
estos casos, siempre empiezo por lo tangible:
tiro
fotografías, borro
mensajes,
evito
olores, colores, canciones... y malgasto tinta.
Es
un primer paso sencillo
que
no requiere más que una pizca de orgullo,
una
cucharadita de cabezonería
y
una chispa que desencadene el incendio.
Todo
se quema,
pero
la pena subsiste,
impertérrita,
desafiante
y hasta divertida
viendo
cómo trato de engañarme
sin
éxito.
8 de diciembre de 2003
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