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13 sept 2011

EL PERRO DE LA SRA. MATELOT


Aquella misma tarde, la señora Matelot había resuelto comprar un perro. «Da mucho trabajo y luego te arrepentirás», le había contestado el señor Matelot. Pero lo que él no sabía es que se trataba justamente de eso: de mantenerse ocupada, útil, activa... viva. Cuando era joven, había caído en sus manos un libro cuyo argumento ahora la atormentaba de nuevo: La mujer rota, de Simone de Beauvoir. A sus veinte años le aterró la imagen de esa madre dedicada por entero a sus hijos y tan desposeída de vida propia, que acababa volviéndose medio loca por no tener a nadie que dependiera de sus cuidados. Clara no quería llegar a eso. Ahora que Daniel había dejado de necesitarla, ella estaba pasando una mala racha y no necesariamente por el “complejo de nido vacío” sino, sobre todo, porque esta situación la había devuelto a su condición de mujer, frente a frente con el que era su esposo...

Las primeras semanas no estuvieron tan mal. La calma se había apoderado de todas las habitaciones. El cuarto de baño había dejado de estar perennemente ocupado y sus tareas cotidianas se habían reducido en más de la mitad. Aquello activó su imaginación pero también su estado de alerta pues veía a su alrededor todos los posibles flancos por los que la depresión podría colarse. Así que su primera medida fue reconducir su cariño filial hacia la persona que le pillaba más a mano y con la que llevaba conviviendo desde hace 30 años.

Resultaba cómico, hasta riculo aveces, verla hurgar entre sus cremas anti-edad y sus medias-faja en busca de aquel pintalabios que tanto gustaba al Sr. Matelot cuando eran novios. Estaba segura de haberlo guardado (ella siempre lo guardaba todo, por si acaso) pero no conseguía recordar dónde. Trataba de comportarse como si de una segunda luna de miel de tratara. Eso le había funcionado a su vecina, e inevitablemente amiga, Marina... o eso es al menos lo que ella decía.

- «De veras Clara, al principio es duro pero una vez que te acostumbras, tu marido y tú volveréis al estado primigenio de vuestro matrimonio»

Cuando nada era más importante que ellos... sí, Clara no había olvidado aquellos años en los que no tenían cómo pagar las facturas de la luz y alumbraban la casa con velas y mataban el hambre a base de comida china. Ahora tenían una casa espaciosa, con una gran terraza repleta de plantas y un agradable estudio de estilo colonial donde el Sr. Matelot solía trabajar mientras ella preparaba la última receta sin colesterol del coleccionable “Comer bien”, que repartían los domingos junto al periódico de siempre.

Necesitaba un perro, estaba claro. Sus intentos de reconquistar el amor a los cincuenta y tantos le hacían sentirse estúpida, vieja y defraudada. El amor nunca había sido como ella esperaba, el sexo tampoco... Quizás la causa, pensaba ahora, es que se había casado con el mejor de sus amigos que le proporcionaría lo mejor de su vida: su hijo, pero con el que no viviría ni un solo minuto de verdadera PASIÓN. Con los años, las palabras dejan de tener tanta importancia, dejan de escribirse en mayúsculas y pueden intercambiarse fácilmente por “estabilidad”, “respeto”, “confianza”, “cariño”...

«Cariño, ¿eres tú?
«Sí...», respondió él acercándose a su mejilla mientras la apuntalaba con el final de la frase: «¿quién quieres que sea, mi vida, si estamos solos?»

Era el momento...

«Pues precisamente de eso quería hablarte... 
- ¿De qué?
- Nada, digo... que quería consultarte algo.
Dime mujer, que me tienes en ascuas...
- ¿Qué te gustan más los yorkshire o los setter?
- Mmmm... no sé, nunca lo había pensado, ¿por qué?
- Por que estoy haciendo un estudio sociológico de las mascotas preferidas entre los hombres de más de cincuenta... ¡¿por qué va a ser?! Para decidir cual compramos.
- ¡Ah! Sigues con eso...»

El rostro desconcertado del Sr. Matelot puso de relieve sus verdaderos sentimientos. No había creído que Clara fuera a decidirse... pero lo había hecho. Quería el maldito perro y ahora él tendría que conformarse con las migajas de su cariño.

Ella interrumpió sus pensamientos: 
- «No te gusta la idea, ¿verdad? Pero no te preocupes, no te molestará. Le enseñaré a estar callado cuando tú trabajes y yo me ocuparé de él. No tendrás que hacer nada, ni siquiera lo notarás...»

La Sra. Matelot intentaba convencerle mientras sus enormes ojos color miel volvían a brillar con la misma intensidad que en los viejos tiempos, cuando hacían el amor dulcemente, iluminados por cientos de velas... Clara observaba atentamente cómo el rostro de sorpresa de su marido se iba transformando en una cálida sonrisa, la misma que solía poner cuando terminaban de hacer el amor.
«¿Pero a qué viene ponerte a pensar en eso? - pensaba Clara- se trata del perro... ¿o no?».