Aquella misma tarde, la
señora
Matelot había
resuelto comprar un perro. «Da mucho trabajo y luego te
arrepentirás»,
le había
contestado el señor
Matelot. Pero lo que él no sabía es que se trataba justamente de
eso: de mantenerse ocupada, útil, activa... viva. Cuando era joven,
había caído en sus manos
un libro cuyo argumento ahora la atormentaba de nuevo: La
mujer rota, de Simone
de Beauvoir. A sus veinte años
le aterró la imagen de esa madre dedicada por entero a sus hijos y
tan desposeída de vida propia, que acababa volviéndose medio loca
por no tener a nadie que dependiera de sus cuidados. Clara no quería
llegar a eso. Ahora que Daniel había
dejado de necesitarla, ella estaba pasando una mala racha y no
necesariamente por el “complejo de nido vacío” sino, sobre todo,
porque esta situación
la había
devuelto a su condición
de mujer, frente a frente con el que era su esposo...
Las
primeras semanas no estuvieron tan mal. La calma se había
apoderado de todas las habitaciones. El cuarto de baño
había dejado de estar
perennemente ocupado y sus tareas cotidianas se habían
reducido en más
de la mitad. Aquello activó
su imaginación
pero también su estado de alerta pues veía
a su alrededor todos los posibles flancos por los que la depresión
podría
colarse. Así que su
primera medida fue reconducir su cariño filial hacia
la persona que le pillaba más
a mano y con la que llevaba conviviendo desde hace 30 años.
Resultaba
cómico,
hasta ridículo
aveces, verla hurgar entre sus cremas anti-edad y sus medias-faja en
busca de aquel pintalabios que tanto gustaba al Sr. Matelot cuando
eran novios. Estaba segura de haberlo guardado (ella siempre lo
guardaba todo, por si acaso) pero no conseguía
recordar dónde. Trataba de comportarse como si de una segunda luna
de miel de tratara. Eso le había funcionado a su vecina, e
inevitablemente amiga, Marina... o eso es al menos lo que ella decía.
- «De
veras Clara, al principio es duro pero una vez que te acostumbras,
tu marido y tú volveréis al estado primigenio de vuestro
matrimonio»
Cuando
nada era más
importante que ellos... sí,
Clara no había olvidado aquellos años
en los que no tenían cómo
pagar las facturas de la luz y alumbraban la casa con velas y mataban
el hambre a base de comida china. Ahora tenían una casa espaciosa,
con una gran terraza repleta de plantas y un agradable estudio de
estilo colonial donde el Sr. Matelot solía trabajar mientras ella
preparaba la última
receta sin colesterol del coleccionable “Comer bien”, que
repartían los domingos junto al periódico
de siempre.
Necesitaba
un perro, estaba
claro. Sus intentos de reconquistar el amor a los cincuenta y tantos
le hacían sentirse estúpida,
vieja y defraudada. El amor nunca había sido como ella esperaba, el
sexo tampoco... Quizás
la causa, pensaba ahora, es que se había casado con el mejor de sus
amigos que le proporcionaría lo mejor de su vida: su hijo, pero con
el que no viviría ni un solo minuto de verdadera PASIÓN.
Con los años,
las palabras dejan de tener tanta importancia, dejan de escribirse en
mayúsculas
y pueden intercambiarse fácilmente por “estabilidad”, “respeto”,
“confianza”, “cariño”...
- «Cariño,
¿eres
tú?
- «Sí...»,
respondió
él acercándose
a su mejilla mientras la apuntalaba con el final de la frase:
«¿quién
quieres que sea, mi vida, si estamos solos?»
Era
el momento...
- «Pues
precisamente de eso quería
hablarte...
- ¿De
qué?
- Nada,
digo... que quería
consultarte algo.
- Dime
mujer, que me tienes en ascuas...
- ¿Qué
te gustan más los yorkshire
o
los setter?
- Mmmm...
no sé, nunca lo había
pensado, ¿por qué?
- Por
que estoy haciendo un estudio sociológico
de las mascotas preferidas entre los hombres de más
de cincuenta... ¡¿por qué va a ser?! Para decidir cual compramos.
- ¡Ah!
Sigues con eso...»
El
rostro desconcertado del Sr. Matelot puso de relieve sus verdaderos
sentimientos. No había
creído
que Clara fuera a decidirse... pero lo había hecho. Quería el
maldito perro y ahora él tendría que conformarse con las migajas de
su cariño.
Ella
interrumpió sus pensamientos:
- «No
te gusta la idea, ¿verdad?
Pero no te preocupes, no te molestará. Le enseñaré a estar
callado cuando tú trabajes y yo me ocuparé de él. No tendrás que
hacer nada, ni siquiera lo notarás...»
La Sra. Matelot intentaba convencerle mientras sus enormes ojos color miel volvían
a brillar con la misma intensidad que en los viejos tiempos, cuando
hacían
el amor dulcemente, iluminados por cientos de velas... Clara
observaba atentamente cómo
el rostro de sorpresa de su marido se iba transformando en una cálida
sonrisa, la misma que solía
poner cuando terminaban de hacer el amor.
«¿Pero
a qué viene ponerte a pensar en eso? - pensaba Clara- se trata del
perro... ¿o
no?».