La
alarma del horno anunció
que la comida estaba lista pero en la solitaria cocina, nadie se dio
por aludido. La señora
Matelot se había
acercado hasta la cancela para saludar a su hijo que, como cada
domingo de Ramos venía
a comer en familia.
En
cuanto el coche pasó
por delante, Clara vio que su hijo venía
solo. «¿Donde
se habría
metido ese niño?».
Había
pasado varios días
jugueteando con la idea de que vería
a su nieto... incluso había
sacado algo de dinero de su cuenta para dárselo
hoy. Una mueca de disgusto se instaló
en la comisura de sus ajados labios, ahora estaba verdaderamente
sola... su hijo nunca entendería
lo que estaba viviendo y, mucho menos, se pondría
de su lado. El disgusto desembocó
en un enfado sordo de los que solían
provocarle migraña.
Daniel
apagó
el motor , salió
del vehículo
sin prisas y se acercó
despacio a saludar a su madre. Había
reconocido aquella neblina en sus ojos y sabía
que el temporal se estaba gestando. Ella lo vio
entrar con ese aire melancólico
tan suyo y se admiró
del atractivo que aun derrochaba su hijo, ya cerca de la cuarentena.
«Hola
cariño»,
le recibió.
«Hola
mamá...
¿qué tal estás? ¿dónde está papá »
«Pues
ya ves, yo aquí
preparándolo
todo y ¿tu
padre? No sé, por ahí... paseando al perro, supongo».
«Espero
que no tarde mucho porque estoy hambriento... ¿qué
has preparado?»,
pregunta mientras olisquea los humores que vienen de la cocina.
«No ha venido Javier»
«Bueno, ya sabes mamá, está en
plena adolescencia...»
«¿Y eso qué? ¿Uno deja de
tener abuelos cuando es joven?»
«No mamá, pero a esa edad las
reuniones familiares te dan urticaria»
«Muy bonito y tú encima de
guasa. Pues a mi no me hace ninguna gracia Daniel, qué ese niño
anda muy suelto»
«Ese “niño”, mamá, ya
tiene mucho de hombre y bastante poco de crío». Sonrió para sí
recordando el reciente episodio de la “misteriosa” desaparición
de la caja de preservativos que guardaba en la mesita de noche.
«Bueno,
tú ríete – comprendió casi la señora Matelot – pero acuérdate
siempre de que los hijos son para toda la vida, incluso cuando ya no
te necesitan...»
«Ahí
está papá» escuchó Daniel dirigiéndose a la parte trasera de la
casa.
La
señora Matelot se quedó sola en la cocina, escuchando furtiva el
sonido de la cadena al posarse sobre la estaca. Los ladridos de
alegría al descubrir al invitado. El ruido de sus pezuñas chocando
con las losetas del patio. La voz de su marido reprendiéndole por
ensuciar los bajos del pantalón de Daniel. Ya lo estaba haciendo
otra vez. Le encantaba ser el centro de atención... ¡maldito perro
traidor!
El
dulce sopor del mediodía
que se colaba por entre las yedras del jardín refrescándose
mantenía a Daniel ensimismado en su tranquila alegría. Hacía un
día estupendo, había comido con delectación, se sentía a gusto en
aquel oasis de paz y templanza que sus padres habían domesticado
tras años de ejemplar matrimonio. Estaba de buen humor, de un humor
excelente en realidad... y las previsiones para el resto del día
eran inmejorables: soleado y, por la noche, luna llena.
Tan
enfrascado estaba imaginando su cita con Elvira que ni siquiera se
percató del enorme vacío que separaba a los otros dos comensales,
de los intentos de ambos por parecer naturales, de que el perro
seguía atado a la estaca en la parte trasera de la casa mientras
que, en la mesa, lo traían a colación una vez cada dos frases.
«¿Hasta
dónde habéis llegado?», empezó ella.
«Hasta
la fuente seca... no veas como tengo los huesos, ese no se da cuenta
de que soy un pobre viejo y me lleva con la lengua fuera» respondió
él socarrón.
«Y
con la baba cayéndosete...» apuntaló ella.
«Mujer
no exageres, no es más que un perro aunque tengo que reconocer que
me entretiene muchísimo», atajó él.
«No,
si ya me había dado cuenta, no hace falta que lo jures», gruñó
ella.
«Bueno,
no sé por qué te pones así... tú eras la que quería comprarlo y
ahora que yo disfruto con la idea, te fastidia. De verdad que quién
te entiende a ti...», se quejó él.
«Tú
no, desde luego...»
Ni
yo tampoco –
continuaba
mentalmente la señora Matelot –
pero es que no puedo controlarlo. Es superior a mis fuerzas. Desde
que ese animal había puesto sus patas delanteras en la casa, todo
iba de mal en peor. No sé si será la raza (al final ella se salió
con la suya pero fue su marido el que lo eligió) o el hecho de que
fuera macho pero desde que se miraron, esos dos fueron el uno para el
otro. Una complicidad bilateral se instaló entre ellos quedando la
señora Matelot “más sola que la una”, compuesta y sin perro.
Al principio había intentado
ganárselo comprándole chucherías y llenándole de caprichitos pero
pronto entendió que la batalla no se libraría en el lado “animal”.
Si quería domesticarlo tenía que seducir al macho, convencer al
“hombre” de que ella era su verdadera dueña y señora. Su amiga
Marina se estuvo burlando de ella toda la tarde mientras le confiaba
sus estratagemas para conquistar al perro al que, por cierto, ella
llamaba “Arturo” y su marido “Turco”.
«Mira chica, no sé qué decirte
porque vamos ni loca le dejo yo un pañuelo mío al perro...»
«Es para que relacione mi olor
con su casita. Lo he leído en una revista de mascotas. Así entiende
que su casa es en realidad TU casa y que tiene que obedecerte».
«Yo lo que creo es que tú y tu
marido os tenéis que ir unos días por ahí, los dos solos, sin el
perro».
«¡Ya! ¿Sin el perro? Pues no
va a querer, si está que no vive con el chucho ese...» aunque,
pensándolo bien, tendría que elegir y, si lo convencía, le habría
ganado la batalla a esa bestia de lengua palpitante y ojos de
cazador.
«Tienes razón», cambió de
talante la señora Matelot. «Nos vamos de viaje... es una excusa
perfecta», añadió mientras se dirigía a la puerta de la calle,
que pasaba justo entre su casa y la de su buena amiga y mejor
consejera.
«Al contrario Clara, hazme caso:
nada de excusas, ni de estratagemas. Aprovecha para estar con tu
marido, a solas...»
«Gracias
por el té Marina. Eres un primor».
Clara
Matelot cruzó de acera dando saltitos de alegría mientras su vecina
la miraba desde el vano. No pudo evitar sentir un poco de lástima
por ella y por el buen hombre de su marido. El amor les había
sorprendido demasiado agotados, de vuelta de todo, vacíos...
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